Vestirse de rojo y largarse al bosque

Lucía Naveros

OPINIÓN

Caperucita roja y el lobo
Caperucita roja y el lobo PIXABAY

12 abr 2019 . Actualizado a las 17:44 h.

Dicen en una escuela catalana que Caperucita Roja y otras amadas creaciones de nuestra infancia son «tóxicas» y las expurgan del fondo de la biblioteca infantil, ante la cara estupefacta de España. Queda así confirmado que las feministas estamos locas, que pretendemos descolgar la luna de su puesto nocturno en el cielo y que carecemos de las pautas más básicas del sentido común. Ya ocurrió cuando algunas se atrevieron a alzar la voz para cuestionar el desproporcionado protagonismo del fútbol en el patio de todas las escuelas del país. ¿Pero a dónde quieren llegar estas feminazis? La gente «normal» menea la cabeza y ve confirmada su íntima convicción de que hay un comando de censoras, provistas de tijeras, dispuestas a recortar la cultura mundial a la medida del cerebro de una alumna de las Ursulinas. ¿Pues no quieren abolir la prostitución, el «oficio más antiguo del mundo», y se atreven a cuestionar a la mismísima Caperucita Roja?

La filósofa feminista Celia Amorós dice que el feminismo es, sobre todo, una teoría de la sospecha. Un sistema de pensamiento que nos obliga a replanteárnoslo todo, a volver a mirar todo lo que nos han enseñado para encontrar el truco oculto por el que siempre acabamos, como si fuera lo más natural del mundo, quedándonos con el trapo de la cocina y la parte más estrecha del embudo. Así que sí, hay que reconocerlo: en el lento proceso por el que hombres y mujeres se van haciendo feministas hay todo un trabajo de mirar a la cultura humana con otros ojos, lo que se llama mirar «con las gafas violeta». Porque las actitudes son opacas, invisibles, y es precisamente en esas actitudes donde anida la cultura ancestral que nos ha transmitido que nuestro lugar es la casa, que no debemos tomarnos la libertad de andar solas por el bosque y que una operación tan aparentemente sencilla como recoger margaritas puede ser, si lo hace una niña, vestida además de rojo, una llamada a voces para que se la coma el lobo. Luego que no se queje.

La simple enseñanza de Caperucita, que sigue plenamente vigente en los tiempos de las violaciones en manada, nos dice que el bosque, el espacio público, es para los lobos. Que las niñas buenas no se salen del camino. Que si te sales del camino el lobo te comerá, y no solo a ti, también a tu pobre abuela, y que darás trabajo y disgustos a todos: a madres bienintencionadas aunque algo tontas que te visten de rojo, cazadores dispuestos a protegerte a costa de sus actividades cotidianas y al resto del pueblo, harto de tener que andar buscando caperucitas por los descampados. La naturaleza del lobo, del depredador que come niñas, no se cuestiona. Los lobos que comen niñas están ahí, y punto.

Entender que Caperucita nos enseña ya desde pequeñas los límites que deben respetar las «niñas buenas», esas fronteras sin nombre que permitieron a los medios de comunicación poner verde a Diana Quer por volver sola de noche a su casa de una fiesta, con la prueba irrefutable de que era guapa y tenía fotos en las que enseñaba la barriga (un atuendo equívoco y llamativo, como una capa colorada) no quiere decir que tengamos, sin embargo, que eliminar a la niña con su cestita de nuestros libros de cuentos. Ahí patina, en un acto que a mí me parece mentecato, la escuela barcelonesa. Meter nuestra cultura bajo la alfombra no la hace desaparecer, y el mensaje de Caperucita, como bien señala la analista audiovisual Pilar Aguilar, nos va a llegar de mil maneras, en muchas ocasiones de formas más sofisticadas. Aprender a entender los cuentos, contextualizar las narraciones que hemos heredado de nuestros mayores y desarrollar, así, una conciencia crítica sería lo ideal, una buena manera de sacar rendimiento a ese relato entrañable que, lástima, señala a las niñas que se atreven a vestirse de rojo y largarse al bosque, y las culpa de los males que en realidad no ocasiona nadie más que el lobo.