Las luces de Blackpool

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

14 abr 2019 . Actualizado a las 10:44 h.

Para un artículo miré dónde, de toda Gran Bretaña, se votó más a favor del brexit en el referendo del 2016, y me encontré con que uno de los lugares es Blackpool. El dato me ha traído una brisa de nostalgia. Hace muchos años, en 1977, cuando yo tenía doce, viví un tiempo allí cerca, en Cleveleys, alojado en casa de una familia inglesa.

Gran Bretaña estaba entonces en una crisis económica profunda, pero Blackpool conservaba bastante de su antigua gloria como lugar de vacaciones para la clase trabajadora. Era un Brighton del norte, una Biarritz del proletariado. En sus muelles de madera se sucedían los chiringuitos de máquinas tragaperras y los bingos. De su parque de atracciones, Pleasure Beach, salían grupos de chicas pálidas con sombreros que decían kiss me, comiendo helado. Blackpool olía a algodón de azúcar, a curri y a fish&chips. Sus sonidos más característicos eran el traqueteo de su tranvía y los gritos de los chavs que pregonaban roncos los nombres de los periódicos: «Evening Standard! Evening Standard!». Blackpool tenía su torre de hierro forjado inspirada en la de Eiffel y un ambiente de vacación perpetua indiferente al clima, que era como el de Galicia en un verano malo. Y tenía sus famosas iluminaciones de septiembre, que eran su gran orgullo desde la era victoriana.

Mis anfitriones eran Mr. y Mrs. Stevens. Él era un pintor de brocha gorda jubilado. De joven, en la guerra, había servido en los ingenieros reales. Había sido su unidad la que levantó varios de los puentes por los que los aliados cruzaron el Rin, por lo que había recibido una medalla. Era un laborista de toda la vida, un socialista que detestaba a la familia real, pero al mismo tiempo sentía algo de nostalgia por el Imperio.

Tan solo cuatro años antes, Gran Bretaña había entrado en lo que entonces se llamaba el mercado común, y Mr. Stevens ya estaba arrepentido. Mrs. Stevens asentía, con su taza de té en el regazo. Los precios se habían disparado, y echaban de menos la mantequilla neozelandesa, quizás porque les sabía a la Commonwealth. A veces, algo tan simple como un sabor explica todo un complejo proceso político. Estaba allí, ya, en germen, el brexit.

Lo cierto es que a Blackpool le fue muy mal a partir de entonces. Thatcher llegó al poder y, tras una guerra a muerte con los sindicatos, cerró la ineficiente industria norteña. La City de Londres se enriqueció enormemente, pero el norte se convirtió en un erial posindustrial narcotizado con subsidios. Y Blackpool, cuyo negocio era el turismo interior, cayó en la decadencia, víctima de la globalización y los billetes de avión baratos. Hoy es una de las ciudades más pobres del país, la capital británica de la droga, el suicidio y la delincuencia, un Detroit. Europa no tuvo la culpa, pero el brexit se presentó como una esperanza de volver a los tiempos dorados, una promesa de resurrección.

Recuerdo que, cuando vivía allí, acompañaba a menudo a Mr. Stevens al río a recoger agua, que él usaba para algo relacionado con sus pinturas. Nos pasábamos un rato en la orilla, llenando cubos y charlando. Es lo más cerca que he estado de la experiencia de ir a pescar con mi abuelo. En ocasiones, le entraba la melancolía. «Pienso que perdimos la guerra… Mira Alemania, Japón… Son ricos …» me dijo un día; para luego añadir, sin asomo de ironía: «Quizás fue una mala idea construir aquellos puentes sobre el Rin…».

Se quedó en silencio y luego dijo, jovial, con su fuerte acento del norte: «Tienes que venir un año en septiembre para ver las luces de Blackpool. No hay nada igual».