Arde Nuestra Señora

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

21 abr 2019 . Actualizado a las 09:28 h.

Cuando Víctor Hugo escribió Nuestra Señora de París, un novelón en dos tomos que son como dos sillares de cantería, tenía claro que el protagonista no iba a ser ni la deseada gitana Esmeralda ni el infortunado jorobado Quasimodo, sino la catedral misma: sus piedras, sus recovecos, sus gárgolas, sus tejados... El escritor quería demostrar que una catedral es también un libro, en dos sentidos diferentes. Por una parte, en la Edad Media era el libro en el que los analfabetos podían leer la Biblia y entenderla, una prédica en piedra y madera; y por otra, es el texto en el que nosotros podemos leer ahora los pensamientos y los sueños de quienes la construyeron, y de quienes la han ido restaurando y cambiando con el tiempo. Entonces, en el primer tercio del siglo XIX, no se le daba un gran valor al gótico, y Víctor Hugo escribió su novela para protestar por las constantes demoliciones de edificios medievales, a medida que París crecía.

Si es cierto que Notre Dame de París es un libro, como creía Hugo, el lunes pasado atrajo a un lector indeseado: las llamas de un incendio. A la vista de las cámaras, el fuego iba pasando sus páginas y convirtiéndolas en ceniza a medida que posaba su mano caliente en el maravilloso tejado de madera, en el que cada listón estaba hecho de un árbol diferente de lo que fue un bosque entero del siglo XII. Era un incendio forestal en lo alto de una catedral. El calor hizo estallar en mil pedazos las hermosas vidrieras multicolor, donde se representan las Doce Virtudes y los Doce Vicios, y las llamas se entretuvieron un buen rato inspeccionado la famosa aguja, que era como un dedo índice que señalaba la dirección del paraíso, coronada por un gallo de metal dispuesto a cantar el día de la Resurrección. La aguja se desplomó toda envuelta en humo blanco de madera seca, como un cohete espacial defectuoso.

¿Qué habrá pensado de Notre Dame ese fuego mientras la leía, como quería Víctor Hugo? Imagino que habrá visto que su fachada fue testigo de la quema en una pira del infortunado Jacques de Molay, el Gran Maestre de los Templarios. Habrá visto que la Revolución francesa la saqueó, e incluso decapitó a sus reyes de piedra (que, en realidad, no eran borbones sino monarcas bíblicos). Habrá sabido que se convirtió en Templo de la Razón bajo Robespierre, una nueva religión que resultó que solo tenía infierno y purgatorio, y que luego se transformó en granero. Napoleón la rehabilitó y se hizo coronar emperador allí. Diecinueve de sus veinte campanas se fundieron para hacer de ellas cañones. Un organista murió mientras ejecutaba una pieza. Habrá visto incluso lo que no existió, pero fue imaginado: la silueta del monstruoso Quasimodo recortada contra las llamas del tejado, enloquecido, en un incendio premonitorio que escribió Hugo. Lo malo es que el fuego es un lector avaricioso, y lo que él lee una vez no puede leerlo ya nadie más.

En su tiempo, Víctor Hugo consiguió su objetivo de llamar la atención sobre la necesidad de preservar Notre Dame. La restauración se la encargaron al controvertido Eugène Viollet-le-Duc, que era él mismo como un Víctor Hugo de la arquitectura, un soñador desmesurado. Fue él quien concibió esa aguja que cayó hendida el lunes. En su base, Le Duc había puesto esculturas de santos y evangelistas, y a uno de ellos, a Santo Tomás, le dio su propio rostro, haciendo que se volviese y mirase a la torre. Quizá Viollet-le-Duc eligió ser Santo Tomás porque tenía dudas sobre su obra, y quizá se hizo esculpir observándola porque temía que un día desapareciese. Como así ha sido.