Son los últimos días de abril y el reloj marca casi las 8 de la mañana en un bar en el madrileño Paseo de la Habana. La barra, como en todos los bares, tiene una fila de platitos perfectamente alineados y dispuestos con azúcar y una cuchara para los cafés que están por salir. La televisión, como en todos los bares a esa hora, con el telediario. Y la clientela, como en todos los bares en la víspera de elecciones, leyendo algo más que la sección de deportes de los diarios.
«El Iglesias, hijo de la gran puta… a ese lo que habría que hacer es llevarlo a Galapagar y pegarle siete tiros», grita sin aspavientos un cliente de entre treinta y cuarenta años mirando al televisor. Posiblemente su pinta de tío echao pa’lante, con gafas de aviador (a las ocho de la mañana en un día nublado propio de Londres o Dublín), el abrigo largo bien puesto en su metro ochenta y tantos, y unos mocasines relucientes, le hubiesen envalentonado para soltar tan cuestionable sentencia. Tal vez, lo que le impidió pensar una segunda vez antes de decir eso fue el conocido silencio de la clientela cuando ya había proferido recomendaciones semejantes en el pasado. O quizás el origen de su inspiración sea algo mucho más profundo.
«Hombre, un respeto, que estamos en un lugar publico… si quieres decir eso, díselo a tus colegas», inesperadamente le respondió otro cliente, un varón de treinta y tantos años, pero no tan calvo, y, definitivamente, sin ese aire de apolillado.
El silencio incómodo llegó de inmediato. Los cafés y los cruasanes siguieron saliendo, alguno dejó de leer los ecos del debate electoral y pasó a la sección de deportes.
Casi un mes antes, también en Madrid, pero en el distrito de Arganzuela y muy cerca del Manzanares, el reportero que escribe estas líneas se encontraba con el escritor y periodista Carlos Hernández para hablar sobre su segundo libro: Los campos de concentración de Franco. Sometimiento, torturas y muerte tras las alambradas. La entrevista fue afuera del número 5 de la calle Alicante, donde en una banca cercana unos jóvenes tosían el humo de sus primeros porros al compás del reggaetón que sonaba en sus móviles, y donde unos padres paseaban con sus hijos mientras comían chucherías. Una imagen muy común hoy en día, pero que hace ochenta años no lo era. Lo que había en esa misma esquina en la primavera de 1939 era una larga fila de prisioneros entrando al que fue uno de los casi 300 campos de concentración que el régimen instauró una vez terminada la Guerra Civil.
Sí, en lo que hoy es el demandado Colegio Público Miguel de Unamuno, en Madrid, entre 1939 y 1942 hubo un centro (que conservó el nombre del ilustre rector de la Universidad de Salamanca) de tortura, clasificación e investigación, y de trabajos forzados para gente que nunca recibió una acusación formal ni un juicio. En fríos centros como ese, muchos ?se estima que por los campos pasó un millón de personas?, que ya habían sobrevivido a los horrores de una de las guerras más cruentas de la Europa del siglo XX, terminaron sus días privados de la libertad.
- Carlos, ¿cómo nació la idea de escribir este libro?
- «Un día de primavera del 2014 en el que hacía running en la Casa de Campo, en Madrid, me di cuenta de que España es un país en el que todos, de alguna manera, estamos enfermos de una especie de amnesia perfectamente programada, y que somos un país al que le han robado la memoria y al que le han falseado su historia. Y ese día corriendo entre árboles me di cuenta de que había crecido jugando entre lo que habían sido trincheras de la Guerra Civil. Y, entonces, fui consciente de que en ninguno de los muchos centros educativos que he pisado en mi vida me impartieron una lección sobre la Segunda República, la guerra, o la dictadura. Me di cuenta de que siempre nos dijeron mentiras y que en aquellas clases de Historia nunca hubo tiempo de pasar más allá de 1930. En mi casa, como en la mayoría de los hogares españoles, no se habló de «la Guerra» durante mucho tiempo. Fue con 30 años, o más, cuando me enteré de que a mi abuelo materno lo habían asesinado los franquistas en septiembre de 1936. Después de salir de misa, un grupo de civiles y de guardias civiles, lo detuvieron y se lo llevaron a la cárcel del pueblo. Y ahí pasó 24 horas. Cuando mi abuela fue a llevarle comida y algo de ropa, los vigilantes le dijeron que eso ya no lo iba a necesitar, le entregaron su reloj (todo un detalle), y la mandaron a su casa. Y, como lo digo en el libro, no existe un solo registro de su secuestro ni de su asesinato. Ni siquiera se molestaron en realizar un juicio farsa».
De vuelta a abril y al bar del Paseo de la Habana. Una vez que el silencio incómodo terminó con la comanda del camarero, el incomodador se quedó y el incomodado se fue. Ambos en silencio. El primero es cliente asiduo, el segundo no volverá.
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