La pájara de la burguesía catalana

OPINIÓN

Sergio Perez

03 jun 2019 . Actualizado a las 07:30 h.

Los segundones de la burguesía catalana, reunidos en su aquelarre anual de Sitges, le han pedido a Sánchez que forme «un Gobierno fuerte» e integrado, solo, por el PSOE. Una propuesta rarita, creo yo, que nos pone ante dos evidencias: que la gran empresa catalana ya no juega esta partida, porque busca su futuro en la UE y en el mundo global; y que los hijos de aquella burguesía barcelonesa que inventó Vicens Vives para diferenciar la modernidad industrial catalana de la rancia prosapia castellana no saben en qué consiste la democracia parlamentaria, ni que este país no se puede gobernar con 123 diputados. Pero la España de los faroles, que hoy florece en Cataluña, es así, y a Sánchez, como a las truchas, le gusta demostrar su habilidad nadando contra corriente.

 Vives, que publicó su magnífica Historia General Moderna en 1942 -por lo que cabe suponer, en virtud de la ley de memoria histórica, que está escrita en blanco y negro-, y que sus siete primeras ediciones se le escaparon a la censura franquista, caracterizó las burguesías industriales por la paradójica afirmación de dos principios: el de libertad, para organizar sus negocios y empresas sin la intervención del Estado, y para controlar, mediante la política, sus presupuestos y su fiscalidad; y el de orden, para defender la propiedad y sus intereses, y para controlar los conflictos sociales que perjudican la actividad productiva.

Pero su descripción, basada en la revolución industrial inglesa, donde los grandes capitales provenían de los nobles terratenientes, la tuvo que meter con calzador en la tardía industrialización de Cataluña, donde la capitalización y el rápido desarrollo provenían de las maniobras fiscales del Estado que, perjudicando a otras Españas, crearon en Barcelona una casta de nuevos ricos que nunca supo vivir y competir al margen del poder.

Pero los españoles, que hemos comprado a ciegas el producto «burguesía catalana», seguimos manejando tan caduco concepto cuando la sobrevaloración homogeneizada de la clase empresarial ya es ridícula, y sin darnos cuenta de que su caótica e irrelevante visión de la política española tiene su origen en las tres grietas que se evidenciaron en Sitges: que la gran empresa catalana ya no puede jugar en Cataluña, porque necesita tableros más globales; que los que se aplican la aristocrática distinción de «burguesía catalana» solo son los segundones y espurios hijos del proteccionismo estatal que aupó a sus padres; y que la empanada política que lucen procede de que no consiguen dilucidar de qué teta quieren mamar, si del Estado, que conecta mejor con los proyectos competitivos; o de la Generalitat, que utiliza el chantaje político con más desparpajo, y no tiene escrúpulos para primar a los suyos en detrimento de la igualdad y la solidaridad.

Lo de Sitges es la decrépita pervivencia de una Cataluña nostálgica, que no colapsará, ni dejará de dar la lata, hasta que los demás miremos para otro lado y no le hagamos caso a sus simplezas.