El mito de la lista más votada

OPINIÓN

10 jun 2019 . Actualizado a las 07:32 h.

Siempre que las democracias parlamentarias entran en tiempos de zozobra y guirigay, como hoy sucede en España, resurge el mito de la lista más votada, como si el problema, en vez de ser la gobernabilidad, fuese la investidura. Pero el gobierno del ganador es propio de las democracias presidencialistas, como Estados Unidos, donde el presidente cuenta con una elección específica -que lo independiza de la confianza parlamentaria-, y con extraordinarios poderes personales que le permiten cohabitar -aunque sea al estilo Trump- con mayorías parlamentarias adversas.

Algo parecido sucede, mutatis mutandis, en nuestras corporaciones locales, donde, aunque siempre existe la opción de elegir al alcalde sobre la base de una mayoría corporativa y no electoral, también se establece que, si no se logra tal mayoría en la primera votación, será alcalde al cabeza de la lista más votada. En este caso se mezclan, con sutil incoherencia, el sistema presidencialista y el parlamentario, ya que incluso un alcalde salido de la lista más votada puede ser inmediatamente cesado por una moción de censura con mayoría corporativa. Y la razón por la que nuestro sistema admite esta compleja incongruencia es que el alcalde tiene un importante poder -de carácter presidencialista- en la acción de gobierno, y porque la imposibilidad de disolver la corporación municipal, y convocar elecciones, refuerza un tipo de gobernabilidad que no es posible en los sistemas parlamentarios.

 Pero todo es diferente en la democracia parlamentaria, cuya gobernabilidad y estabilidad depende de la intrínseca coherencia entre el Gobierno y una cualquiera mayoría parlamentaria, salida de las urnas o no, con la que se pretenden lograr cuatro ventajas que el presidencialismo no dispone: que el primer ministro tenga muy limitados sus poderes personales; que pueda ser cesado y sustituido por otro si pierde su mayoría o se desconecta de ella; que pueda disolver las Cámaras para evitar la peligrosa tentación, -como a veces propone Unidas Podemos- de gobernar desde el Parlamento; y hacer imposible un enfrentamiento radical y duradero entre el ejecutivo y el legislativo -la cohabitación irresponsable- n que bloquee la gobernación del Estado.

Cada sistema de gobierno -presidencialista o parlamentario- tiene sus ventajas e inconvenientes, y por eso se puede optar por uno u otro en función de la cultura política y las circunstancias de cada país. Lo que no puede haber es un sistema parlamentario que le dé el poder a una minoría sin más requisito que ser la lista más votada, ni un sistema presidencialista que prive de fuertes poderes personales al presidente, o introduzca la moción de censura, para mantener el pleno control político en manos del parlamento. Dicho de otra forma, en España podemos cambiar de sistema, y ser como Francia. Pero no podemos mantener el mito de votar por el sistema parlamentario y gobernarnos por el presidencialista. Eso es, como decía ayer Roberto Blanco, «mezclar las churras con las meninas».