30 jun 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Tenía yo 12 años cuando, en segundo de Bachillerato, me impartieron la asignatura de Ciencias Naturales en el colegio de los dominicos de Corias, Cangas del Narcea. Están en mí un puñado insignificante de imágenes y datos del profesor, pero muy significantes por su implicación con la materia y su afectividad, y la consiguiente influencia que ello supuso para mí, que me llevó a buscar en el mapa el lugar de donde venía: Sabiñánigo. Y me dije: «Tengo que ir a Sabiñánigo». Y ahora digo: «Voy a ir a Sabiñánigo», porque leo: «Vine al mundo el último mes de un gélido año en Sabiñánigo, un enclave del Pirineo oscense rodeado de una naturaleza exuberante que despertaba el asombro por la vida».

Porque así comienza López-Otín el prólogo de su libro La vida en cuatro letras. Claves para entender la diversidad, la enfermedad y la felicidad, por el que hube de esperar a su segunda edición.   Porque «Mis primeras semanas en la ciudad [Zaragoza] y en la universidad fueron difíciles; todo era grande para mi mente y nuevo para mis ojos», tal y como me sucedió a mí, pero en Madrid, con un año más (17). Pero, sobremanera, porque la «agresividad y sordidez» se cebaron en él encarnadas por las fobias que paren el abellacamiento (A), la traición (T), los celos (C) y lo grosero (G).

No soy capaz de rememorar por qué no acudí con un vasito de agua, que carezco de más, para sofocar las llamas de la hoguera que prendieron alrededor de López-Otín, que fue una recreación del escenario criminal montado por el ultra Calvino con otro aragonés, Miguel Servet, cuatro siglos atrás; por qué no acudí después de hacerlo Carlos Suárez, un referente nacional de la cirugía de base de cráneo, al que conocí cuando era responsable de Prensa y Actos Científicos del Hospital Central de Asturias. Quizá estaba en mi propio «infinito», quizá en mi «apocalipsis», para ponerme a juntar letras. Sí que recuerdo que hace unos pocos años, volviendo de unas vacaciones en Turquía, en Barajas nos subimos a un avión rumbo a Asturias, y en el vuelo vi a López-Otín, en la fila detrás de la nuestra, en el asiento del pasillo, y yo le pedí a mi hija, todavía niña, acercándole un lapicero y una hoja arrancada del cuaderno de notas de las jornadas turcas, y previamente, por descontado, dándole cuatro datos (cuatro letras) del personaje, que escribiese «Gracias, Carlos. Rut»; pero ella, en un repentino y comprensible ataque de timidez me devolvió el papelito y musitó que no se atrevía: «Tengo mucha vergüenza, papá».

Así pues, mato cuatro pájaros de un tiro: 1) escribo el artículo de repudio a sus inquisidores; 2) me congratulo de que el gigantesco bioquímico hay emprendido el camino hacia su ikigai, del que les hablé a mis amigos de Japón Hiroshi y Yumiko; 3) de lo estupendamente bien que le sienta a mi cerebro leer las Claves…, salvo las de la felicidad, que esas, y otras muchas más, no se hallan en el círculo cerrado de la ciencia de la Química, tal y como le observó Gustavo Bueno a Severo Ochoa: «la química no puede escribir un libro de Química»-, y 4) entregarle por fin, a través de este artículo, la nota de mi hija: «Carlos, gracias. Rut».