El sueño de África

OPINIÓN

07 jul 2019 . Actualizado a las 16:22 h.

Tengo que volver a Tervuren, a ver el museo. Hablo del Tervuren que está a poca distancia de Bruselas, y me refiero al Museo de África Central, que se encuentra alojado en la antigua residencia real de Leopoldo II, un palacio neoclásico rodeado por un bosque artificial que tiene el otoño más hermoso de Europa. Dentro, en salas art déco en mármol blanco y ocre, y que parecen las de un cine antiguo o un teatro, está, o estaba, una de las colecciones más asombrosas que haya visto. Era un museo viejo, como ya no existen, una acumulación excesiva pero ordenada de objetos, un horror vacui. Mapas, minerales, instrumentos musicales, puntas de flecha, animales disecados… Había un gigantesco elefante a la entrada, cocodrilos en una urna de cristal, diaporamas de gorilas. En una sala, las paredes aparecían llenas, de arriba abajo, de miles de insectos ordenados cuidadosamente por especies, sus nombres en latín escritos a mano amorosamente por los eruditos, en una caligrafía perfecta.

Cuando volví, unos años después, ya había cambiado. Su director se sentía culpable de su museo. Se decía que reflejaba la mirada de Occidente sobre África, rapaz y colonial. Se sacaron algunos objetos que ahora se consideraban ofensivos (estatuas de misioneros y de nativos en taparrabos) y se colocaron paneles por todas partes que recordaban a los visitantes que el colonialismo fue un error, como si hubiese mucha gente que pensase todavía que fue un acierto. El resultado era torpe y contradictorio: un museo que se avergonzaba de sí mismo. Poco después se decidió cerrar el museo del todo para replantearlo desde cero.

Es cierto que Tervuren reflejaba la mirada de Occidente. No podía ser de otro modo. Era un museo belga, no africano. De hecho, esa era la gracia de aquel lugar ingenuo y siniestro: no mostraba África sino el sueño de África de tiempos pasados, una fantasía de exotismo, barbarie y belleza que solo estaba en la imaginación de quienes visitaban sus salas. No era el África real sino la de las novelas de Rice Burroughs, de Verne y los cromos que venían en las chocolatinas que se guardaban en cajas de latón. En nuestra moderna cultura de la suspicacia, el exotismo está mal visto; pero lo exótico no es sino la exageración de la curiosidad, un producto de la pasión por lo desconocido que es instintiva en el ser humano. África Central era casi completamente desconocida por los europeos de aquella época, y este museo de Tervuren era como una barraca de feria, un túnel del terror, un gabinete de curiosidades y un canto al progreso, todo en uno. Era un producto de su época y, como tal, un artefacto histórico él mismo digno de ser preservado, porque esa es una forma de ver África que ha desaparecido ya. La idea de que alguien se pudiese volver colonialista simplemente por verlo es absurda. Pero está claro que somos muy pocos los pensamos así, así que qué le vamos a hacer.

Después de años cerrado, me entero ahora de que el museo de Tervuren ha vuelto a abrir hace pocos meses. Me consta que esta nueva revisión es todavía más radical que la que yo conocí en mi segunda visita. Han desaparecido casi todos los animales y muchos de los objetos que se exhibían. Se lo ha convertido en uno de esos museos modernos didácticos con pocas piezas, que sermonea a los ya convencidos y nos deja satisfechos con nosotros mismos.

Tengo que volver a Tervuren, y pasear por el bosque de Soignes, y entrar en el museo. Aunque allí ya no habite África, ni la real ni la imaginaria, sino tan solo el Occidente actual y sus dilemas. También me interesa.