Demonios de Sangüesa

OPINIÓN

27 ago 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Tras las huellas de un preso republicano, cuya historia personal me ha acabado siendo cercana, recalé hace unas semanas en la localidad navarra de Sangüesa. El batallón de trabajadores con el que, acabada la Guerra Civil, lo llevaron, desde Asturias, para, a los ojos del régimen, purgar sus culpas (socialista y defensor del orden constitucional republicano en el ejército derrotado), fue destinado a esta comarca, asignado a trabajos de construcción de carreteras, posiblemente en relación con las obras del cercano embalse de Yesa, reanudadas tras la contienda. La historia cuenta que, llegados en tren, con toda probabilidad en la misma vía que el Irati -el ferrocarril que conectó con Pamplona hasta 1955- hasta la estación de Sangüesa (hoy se levantan en su lugar viviendas y el tren es sólo un recuerdo), cruzaron la villa por la Calle Mayor, entre el silencio y las puertas y ventanas cerradas de una población temerosa de los recién venidos. Atravesando el puente sobre el río Aragón, emulando sus pasos, tratamos en vano de ponernos en situación, en una época bien distinta, en la que nuestras incertidumbres parecen banales, en comparación con el tormento de entonces.

A los sangüesinos les habían asegurado que los presos rojos, entre ellos aquellos montaraces asturianos, eran poco menos que demonios emergidos sobre la faz terrestre. No en vano, el arquetipo de los mineros revolucionarios era, en las zonas donde triunfó desde el inicio la sublevación militar, la personificación de la bestia marxista que la «Cruzada» venía a eliminar. Los excesos de la prensa de derechas, en tiempos de trincheras periodísticas (peores que las de ahora), desde la propia Revolución de 1934, en el retrato de los sucesos y de los desmanes de aquellos días de octubre, y los mensajes de las fuerzas vivas del nuevo orden, habían sembrado el terreno para ese convencimiento popular, en zona nacional de primera hora. Hasta tal punto fue así que, cuando, en los días siguientes, la curiosidad, la ocasión del encuentro o la misma humanidad llevaban a los vecinos a gestos compasivos con aquellos desafortunados, alguno quería comprobar con sus propias manos en la frente de los vencidos que, de cuernos diablescos, no había nada de nada. Si acaso, hambre, fatiga y desarraigo.

La familiaridad con la representación del averno resulta común en Sangüesa, si uno se fija con detenimiento en las imágenes del juicio final del tímpano, en el espléndido pórtico románico de la Iglesia de Santa María La Real (siglo XII), con San Miguel pesando almas en la balanza, los rostros desencajados de los condenados para la eternidad, entre figuras demoniacas. Lo mismo en la Iglesia gótica de San Salvador (siglo XIII), en cuya portada está nítidamente esculpida la caldera hirviente, dentro las fauces mismas del demonio y el fuego avivado a fuelle, para que no decaiga. Una iconografía delirante, onírica, terrorífica y bellísima, difícilmente superable. No obstante, al efecto cautivador del arte no se le puede atribuir aquel resultado. Y la presencia constante del diablo y el infierno como castigo, en la educación de aquellos años y de los que vinieron después (hasta hace no tanto, si lo pensamos), evidentemente va más allá de una u otra localidad. 

Paseando un día de verano por la feliz y acogedora Sangüesa de hoy, por su riquísimo patrimonio monumental y por la hermosa y viva calle principal, es difícil imaginar qué llevaría a buscar la comprobación, con las propias manos, de la condición infernal de aquellos presos. Imposible calibrar, en su justa medida, la losa insoportable del miedo y la opresión, porque el ambiente de entonces es -y debe ser- irrepetible, como para tratar de entender plenamente aquel tiempo bárbaro. Andando sobre los pasos de los que lo sufrieron, aprendemos esa lección y nos conjuramos para no olvidar de dónde venimos.