El arte de Ron Jeremy

OPINIÓN

29 ago 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Nunca he visto el final de una película pornográfica y probablemente ustedes tampoco. Todos sabemos que una película de esas características termina cuando el espectador termina, y que su duración real depende del grado de entusiasmo, que en estos casos, suele ser alto.

Con todo esto, jamás se me había pasado por la cabeza, hasta hace relativamente poco, que la pornografía deba tener fines pedagógicos. Que una película porno deba educar. Es que no da tiempo. Ron Jeremy, el actor pornográfico que logró popularidad en los años setenta del pasado siglo gracias a su prodigiosa habilidad para llegarse con la boca a la entrepierna (aunque, como en los récords olímpicos, hoy solo es un pionero en la técnica), tiene en su haber estudios, nada menos que de educación, teatro y educación especial, y seguramente nunca imaginó que de haber ganado su popularidad hoy, sería algo así como un hombre del Renacimiento. Pero hay gente, la misma que probablemente odie al actor neoyorkino, que se queja de que el porno no educa. Que es todo meter y sacar. Y claro, no todo en la vida es meter y sacar, hay que saber parar en algún momento.

Mentiría si dijera que esta obsesión, que tiene toda la pinta de encaminarse hacia un auténtico pánico moral, no tiene precedentes. Hace años asistí a un debate en Internet, absolutamente lisérgico, sobre si el tamaño de las curvas de las princesas Disney era excesivo, si no estarían sexualizando a las heroínas de sus largometrajes, aunque como todo el mundo sabe, una película Disney no da para paja. Disney, que a este paso va a comprar hasta los derechos de Los Serrano, paradójicamente, es la compañía que más está haciendo por camuflar lo inane y convertirlo todo en un enorme Big Mac que no ofenda ni pinche ni corte, un cine cuchara en el que ver un culo solo se puede hacer a través de un ajustado traje de látex. Látex sin látigos ni nada de eso, se entiende. Disney oye al público y lo transforma todo en un espectáculo digerible para todos que corre el peligro de transformarse en el único espectáculo cinematográfico posible. Algo que, huelga decirlo, lleva décadas haciendo, pero que hoy encaja a la perfección con esta moral neopuritana que ve mal la existencia de escenas eróticas «gratuitas» en el cine convencional como si la vida sexual no fuera una característica inseparable de nuestra condición humana. Como aquel capítulo del Ulises de Joyce, que termina con Leopold Bloom haciendo una visita al retrete después de haberle llevado el desayuno a su mujer y leído una carta de su hija, como Sancho Panza cagándose de miedo literalmente en la aventura de los batanes, es el arte el que imita a la vida, y no al revés, como parece que se pretende lograr a través de un cine hueco, limpio, aséptico. Todo convertido en una estúpida escena de la saga Crepúsculo aquejada del delirante mormonismo de su autora.