10 oct 2019 . Actualizado a las 08:38 h.

Las ordalías o Juicios de Dios eran la forma medieval, aunque no lo parezca, de impartir justicia más allá de la ley del más fuerte. Buscando una forma de que el acusado pudiera probar su inocencia, se recurrió a un árbitro externo. Ese árbitro, en la Edad Media, no podía ser otro que Dios, pues intervenía en las vidas de los mortales. Así, al acusado se le sometía a ciertas pruebas que, Dios mediante, demostrarían su culpabilidad o inocencia.

Una de estas pruebas consistía en recoger un objeto situado en el fondo de un recipiente con agua hirviendo. Si el reo no se dejaba el brazo en carne viva, o si se lo dejaba en carne viva y se curaba en lugar de ser devorado por la gangrena, era inocente. Dios nunca permitiría que un hijo suyo inocente fuera condenado, aunque ese hijo suyo tuviera que caminar siete pasos con un hierro incandescente en la mano para demostrar su inocencia. 

Evidentemente, esta forma de regular los conflictos humanos hoy nos parece propia de salvajes y fruto de la irracionalidad más profunda, pero en aquellos entonces era un poco mejor que liarte a garrotazos con tu vecino, aunque existiera la modalidad de ordalía en la que dos personas se batían en duelo. Existía una posibilidad, una bastante pequeña, para qué vamos a mentir, de salir airoso del trance. Tal vez no entero, pero airoso.

Estas prácticas fueron prohibidas varias veces por los papas Alejandro III e Inocencio III. Con el tiempo, para demostrar la inocencia del acusado se pasó de la ordalía a la tortura, sin duda alguna un progreso de la civilización.

Hoy, aquí, el acusado no debe probar que es inocente, pues la inocencia se le supone, y es la acusación la que debe intentar demostrar que el reo es culpable. Al menos sobre el papel. Es lógico y deseable que la carga de la prueba recaiga sobre quien acusa. El artículo 11.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que «Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad […]», y el artículo 24 de la Constitución Española recoge también ese derecho porque se supone que no somos salvajes preilustrados.

Pero como si no hubiéramos despertado, a veces la ordalía hace presencia en nuestro tiempo. No es necesario que exista delito, solo un presunto mal comportamiento, y alguien dispuesto a señalar a alguien. En ese sentido, incluso los Juicios de Dios eran más justos que los juicios morales y mediáticos desatados a rebufo del tristemente famoso movimiento MeToo: solo hay que señalar a alguien, y a diferencia de una ordalía, no hay forma alguna de deshacerse de una acusación como la que sufrió, por ejemplo, un deprimido y nonagenario Stan Lee. La marca seguirá ahí, y siempre habrá gente que te mirará mal, un apestado, en el mejor de los casos. Como no puede ser de otra manera, a veces las cosas salen mal, como le ocurrió a la actriz Asia Argento, cabeza visible del movimiento, y las acusaciones y circos mediáticos te tocan a ti. Abrir la puerta de la acusación sin pruebas, de la persecución, de la cacería, al final nos afecta a todos. 

En mi pueblo había un pastor que murió soltero. Solía ir por algunos campos acompañado de una burra, y como era un soltero eterno, algunas malas lenguas empezaron a soltar el rumor de que entre la burra y el pastor había algo más que una simple amistad, ya me entienden. Nunca nadie vio aquella escena que algunos me describieron, aquel amor entre especies, pero para casi todos los habitantes del pueblo, aquel pastor siempre fue el que se folló a la burra.