Fiebres banderiles y nacionalismos obligatorios

Gonzalo Olmos
Gonzalo Olmos REDACCIÓN

OPINIÓN

22 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Esta historia de la instalación de una gran bandera de España en el mástil del inicio de la calle Fruela, en Oviedo, sintetiza, en pocos hechos y en dosis locales, el bucle simbólico en el que llevamos enredados los últimos años. Con los líderes centrados en la construcción de relatos y en el gesto político más que en la gestión política (¡no digamos ya en la administrativa, tierra quemada!), el espacio de lo emblemático lo ocupa casi todo. Y, en ese juego, lo que se maneja por los responsables públicos son artefactos no precisamente inocuos, empezando por las identidades, las patrias y sus representaciones. De ahí que el gobierno municipal, aun en la periferia de las agitadas aguas del debate nacional (con algunos descerebrados en Cataluña alimentando la espiral), no quiera ser menos en la carrera y plantee reconvertir un mástil de vigilancia del tráfico -suponemos que necesario- en soporte de una superlativa bandera española de 54 metros cuadrados de tela (dicho así, resulta ser más grande que muchas viviendas de los ovetenses).

Si la bandera solitaria estuviese en la Plaza de España, de alguna manera tendría encaje, dado el nombre de esa vía, pero donde parece que la van a instalar no viene a mucho cuento, si lo vemos con perspectiva. Si lo que se quiere constatar es que estamos en España y que los ovetenses queremos mucho a nuestro país, pues estupendo, pero ese emplazamiento es forzado y erróneo. No es ningún edificio público, no sé yo cuánto ondear rojigualda grabará la cámara en lugar del tráfico (¿o es que se va a suprimir el uso inicial?) y aunque el lugar es céntrico y visible, no es particularmente amplio (desde algunos pisos del Termómetro casi no verán otra cosa, 24 horas al día). Además, se opta por dar preferencia a una enseña sobre las otras (europea, asturiana y local) que no sé por qué se dejan en el olvido. De hecho, metidos en harina sentimental, tendría más sentido histórico y representativo que, de haber una bandera solitaria en ese lugar, fuera la del Principado de Asturias; al fin y al cabo Oviedo es la única capital de Asturias y «corte en lejano siglo» (Clarín dixit), nuestra identidad regional no está para nada reñida con la española, Oviedo no es puerto o frontera de entrada ni salida de España y no deja de ser una capital de provincia más a la que (con indiferencia en Madrid, que vive más bien de espaldas al resto) ahora le da por sumarse a los gestos de exaltación patriótica. 

El problema de fondo es que la derecha local no quiere ser menos en la exhibición del concepto superficial, reactivo y vocinglero de españolidad, sumándose a la fiebre que consume este país, donde, ante el primer problema, unos y otros te plantan una enseña o te la arrojan a la cara, que esa es otra. Habrá que tener cuidado, porque con estos gobernantes, sólo imaginativos en el reciclaje de postes de esta clase, no sabremos donde tendrá fin esta dinámica de aprovechamiento de toda cosa enhiesta y larga para colocar una bandera. Abrirás un paraguas y verán un asta dispuesto; levantarás un boli bic para preguntar e imaginarán un trinquete engalanado; y a este paso los pertiguistas de las pistas de San Lázaro no los dejarán en paz. Y no sigo por la evidente rama freudiana de la hipérbole…

La cosa es volvernos tan patéticamente rudimentarios que todo lo concentremos en un campeonato a ver quién tiene la bandera más grande y, de paso, midamos con ella a los buenos y malos españoles. Porque, no lo olvidemos, estamos obligados a que nos guste y si ponemos alguna pega -estética o política- caemos en la categoría de sospechosos. A mí, que no tengo el más mínimo problema de identidad nacional ni me molesta en absoluto la bandera constitucional (dado que esta Constitución es producto inequívocamente democrático, admite su posible y necesaria reforma y cobija la expresión de las ideas políticas, incluidas como no, las republicanas), lo que me empieza a incomodar seriamente es que todos estemos compelidos a lanzar salvas cada poco tiempo, a demostrar a todas horas nuestra españolidad y que gobiernos estridentes sin muchas más ideas se apresten a saturar el espacio público de emblemas nacionales. Precisamente la rebelión cívica de quienes, en momentos difíciles, han expresado valientemente en el País Vasco o en Cataluña que rechazaban un entorno crecientemente asfixiante de «nacionalismo obligatorio», no puede tener su paradójica desfiguración, años después, en un ascendiente nacionalismo español con pretensiones también intrusivas y, a la larga y a su modo, también separadoras: véanse los riesgos para el proyecto europeo de los nacionalismos (y no precisamente los regionales). Así que, bien estaría que los abanderados comprendan que no se es necesariamente mejor español por gastar más metros de tela, y que, claro que viva España y todo lo que se quiera, pero que no queremos vivir electrizados ni sojuzgados por el amor a la patria.