Mi madre no me reconoce

OPINIÓN

31 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Mi madre acaba de cumplir 81 años. Y hace dos le diagnosticaron Alzheimer, aunque languidece tiempo ha. No solo ya no elabora nuevos recuerdos, sino que los que tenía se van desvaneciendo, desde los más recientes hacia los más antiguos. Y, a veces, no me reconoce, como no se reconoce a sí misma cuando se ve en el espejo.

Cada día me pregunta si tengo hijos y trabajo; y se alegra cada día cuando le digo que los niños están bien y que tengo un buen trabajo. Porque como ella dice, «las cosas no están bien y hay muchas familias sufriendo penuria»; no entiende por qué no todo el mundo puede tener una vida digna.

No quiero hacer de este texto un panegírico sobre mi madre, ni un lamento de las consecuencias de esta muerte cerebral ralentizada que tiene en la pérdida de identidad una de las más tristes. A partir de esta experiencia personal, y por comparación con otros casos, quiero volver a la reflexión sobre hacia qué sociedad nos estamos dejando llevar.

¿Vamos hacia una sociedad que, respetando nuestra naturaleza, nos facilita poder cuidar de nuestras familias, o hacia una en la que, como arengaba el ex-patrón de patrones y ladrón convicto, hay que trabajar más por menos y, por tanto, tener menos tiempo y menos recursos? ¿Es, acaso, cada vez más fácil cuidar de nuestras criaturas y nuestros mayores? O, por contra, ¿tendemos a externalizar los cuidados internando a nuestros familiares más dependientes en instituciones que, ya sea por los recortes o para satisfacer el ánimo de lucro, degradan sus servicios?

En mi caso, afortunadamente, mis hermanas y yo tenemos empleos fijos, estables y con condiciones dignas que nos permiten hacernos cargo del cuidado de nuestra madre, de momento. Y como ella dice, compartir cada día le da la vida. Pero esa posibilidad no es la más común, dado el tiempo y los recursos menguantes de los que disponen las familias.

De hecho, incluso siguiendo el modelo neoliberal, cada vez menos personas pueden adquirir bienes y servicios con los que intentar alcanzar una calidad de vida virtual. Virtual en la medida en que responde a unas expectativas imbuidas por la cultura de consumo de este modelo económico cuyo objetivo no es, precisamente, el bienestar del conjunto de la humanidad sino solo el de quien se lo merece a tenor de una meritocracia fraudulenta en la que, demasiadas veces, consigue más quien menos escrúpulos tiene.

La calidad de vida real tiene más que ver con «expectativas sociobiológicas», es decir, relacionadas con el bienestar que obtenemos a partir de conductas sociales biológicamente determinadas, que llevamos incorporadas de nacimiento y que nos permiten sobrevivir como especie. Anhelos vitales innatos, subconscientes, como relacionarse, vincularse, colaborar y cuidarse mutuamente, que un proceso de endoculturación, liderado por los sistemas educativo y de comunicación de masas, se afana en borrar para que compitamos hasta la frustración mientras la minoría que dirige el sistema se apropia de los recursos que corresponden a esa vida digna, hurtada a la mayoría.

Cuando Santiago Alba Rico reclama ser conservadores en lo antropológico, entiendo una reivindicación de esa calidad de vida real basada en la riqueza de nuestros vínculos y en una forma ancestral de cuidados. En esta economía del lucro indiscriminado ya no es que la promesa de riqueza material conlleve un empobrecimiento de los afectos, hoy día los vínculos se deterioran con el mero esfuerzo por subsistir. Que el ritmo de vida que se nos impone nos lleve a subcontratar, en condiciones cada vez más precarias, a quienes cuiden de nuestra familia cuando más nos necesita es un dramático síntoma de una sociedad enferma.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.