Azafrán y chorizo en Las Ubiñas

Gonzalo Barrena REDACCIÓN

OPINIÓN

Entre Cerreos y Peñaubiña, el collado Terreros, con el refugio del Meicín en primer plano
Entre Cerreos y Peñaubiña, el collado Terreros, con el refugio del Meicín en primer plano

03 nov 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

La campera del Meicín es una platea. Alrededor de las Ubiñas, Cerreos, el Siete, los Fontanes, Fariñentu y el Crestón envuelven al caminador, atraído por la cercanía de la plaza: alta montaña a 55 minutos de las Asturias centrales. De ahí que una mañana de sábado cualquiera puedan converger en la cubeta, buscando aire, vecinos del cogollo de la región, libres aquí de periodistas y políticos, entretenidos como están en la berrea electoral. Un cirujano cardiovascular se detenía entre las manzanillas, reconociendo la capacidad de la flor para manifestarse todo el año. Tuve que venir hasta aquí para descargar la mente y la mano. La víspera sostuvo entre los dedos un corazón humano, cuya vida en esta ocasión no se le escurrió. Ahora necesita templar sus emociones con las formas nobles de la geografía. Estamos en El Meicín.

Mira, eso son azafranes. Los pastores del Pirineo les dicen quitameriendas, porque anuncian el fin de las tardes en el puerto, cuando la noche comienza a precipitarse sobre los mediodías. El asturiano, primo hermano del aragonés pero más dulce, prefiere llamarlas rosinas del azafrán. Cosas de la lengua, que repite o no los nombres del suelo. Y en eso íbamos entretenidos cuando llegó certero un embriagante olor a cocina de montaña. La reducida chimenea del refugio empujaba al aire los vapores de un guiso por definir. Una trampa, una verdadera trampa para el caminador.

Entré vencido por el olor, pedí un pincho caliente, si lo hubiese, y Tania me ofreció tortilla de chorizo. Acepté, aguardé y, ay amigo, cuando llegó: en media barra de Lena, ya casi León a efectos del trigo, reposaba una tortilla espectacular entreverada de chorizo. Rebosando los bordes del pan, cayendo por ellos como un mantel y hollando con unas gotas de grasa espectacular el blanco del plato, me arrastró. Comí. Cometí voluntariamente el pecado, es decir, con tanta satisfacción como mala conciencia, dejando el arrepentimiento para después. Y deglutí con pasión el bocadillo. Supe que tarde o temprano ese arrepentimiento habría de llegar, o incluso la muerte con él, cuando abordase las empinadas rampas que conducen a Terreros desde el Refugio. Pero salí dispuesto a todo; y aliviándome con la idea de que morir por un bocadillo de chorizo es más noble que hacerlo por dios, la patria o el rey, emprendí el remonte.

El monte, hoy, tá llenu de raners. Cuando oí la frase en asturiano no la comprendí. Luego supe que era el nombre que se da a esos corredores que, angustiados por la geometría de los estadios, ponen el cuerpo a huir por la cordillera, o quizá maquis contemporáneos en guerra con el agobio de las oficinas. Me adelantó uno corriendo p’arriba como si nada, con una imagen del Urriellu tatuada en el gemelo. Urriellu sólo hay uno, que si hubiera elegido Las Ubiñas, como hay dos, tendría para ambas piernas, pensé yo. Los tatuajes.

Los tiempos y las cuencas mineras se prestan a los tatuajes. A medida que se sube de cota, el promedio de escrituras sobre la epidermis aumenta. Entre guardias de refugios o montañeros, la gráfica sube un poco más, como ocurrió antes entre los marineros. Los oficios extremos dejan huellas sobre la piel, como el mar o el hielo hacen con la tierra, y tienden a replicar en el propio cuerpo su dureza. Un acomodo humilde y un decir con tinta sobre uno «también a mí hay realidades que me van hollando».

Y así iba pasando el tiempo y disminuyendo el trecho hasta Terreros, un horizonte utópico tras el bocadillo pero cada vez más posible en los recuestos. Sin ninguna señal del estómago ni del colapso, por el momento, seguí las huellas del ganado, y siguieron adelantándome jóvenes, y no tanto, camino de esa linea prometida que se dibuja al borde del cielo, con seguras vistas al valle de San Emiliano, que ya es León.

Me adelantaron también dos grupos de mujeres sin hombres, confirmando ese temor que brota de lo más profundo del patriarcado: no nos necesitan, nos van a abandonar, vamos a quedar como meros portadores de simiente si continuamos empeñados en estorbar. Sin represión no somos nada. Las muchachas reían como en Zaratustra, pero sin bosque a esa altura, caminaban ligeras y accedieron, con la empatía automática de las comadres, a fotografiarme. Qué sonrisa, tras el disparo, muchachas bonitas, tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida: el poema de José Juan Tablada se acercó a saludar. Una de ellas reía con fuelle durante la subida, porfiaba, caminaba con el acierto de los animales silvestres y se llamaba Lola; y se iba a los puertos como en la obra de Machado, demostrando que obedecía únicamente a su voluntad. Pobres hombres.

También había padres con hijo único, vestidos en Decatlón, y un holandés con gafas fucsia, anémico de cumbres. Y en esto llegamos a la linea camba de Terreros, donde soplaba un viento homérico. Todas las figuras que se asomaron allí, a Ubiña la chica y a León, pararon poco. El aire en movimiento siempre inquieta -aquel sobecogía- e invita a todas las criaturas del suelo a ponerse a su abrigo, pues ventoso es la otra cara de lo halladizo. Con lo que, como un pequeño grupo de conveniencia, nos fuimos aventados de allí en busca de la cota 1906, el verdadero galardón de los montañeros diletantes. Y la encontramos fermentada -un poco más abajo- en el refugio del Meicín, a 1.560 metros de altitud.

Ni rastro de digestión difícil, ni malestar alguno. Existen fuerzas telúricas que emergen a la superficie de la tierra para ayudar a quienes comen con satisfacción. Y como esos atracadores buenos de bancos malos, que dan el golpe con suerte en las películas, me despedí de los compañeros improvisados y bajé hacia Tuiza, en un día bueno y claro, tejido de encuentro humano, azafrán y chorizo no mortal en las camperas de Ubiña.