25 nov 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Recuerdo bien la sensación de espanto que sentí aquel 16 de noviembre de hace 30 años. Un grupo de militares del Batallón Atlácatl del ejército salvadoreño asesinó brutalmente a seis sacerdotes jesuitas, a una empleada de la residencia de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas y a su hija. Entre ellos, su rector, el filósofo y teólogo español, Ignacio Ellacuría. Este batallón, acreedor de un macabro historial de masacres, fue creado en 1980 en la Escuela de las Américas del ejército estadounidense y se empleó a fondo en la aniquilación de disidentes y opositores durante la guerra civil en El Salvador. Una escuela, en fin, que si «decidiera celebrar una reunión de ex-alumnos, reuniría algunos de los más infames e indeseables matones y malhechores del hemisferio» como dijo en su día un senador norteamericano, ya que entre sus alumnos destacados figuran Leopoldo Gualtieri, Manuel Antonio Noriega, Manuel Contreras y Vladimiro Montesinos.

La extrema derecha salvadoreña, a través de sus representantes en el ejército o de fantasmales organizaciones civiles, tenían sentenciados a los jesuitas por su labor con la Teología de la Liberación. Labor que, como decía Ellacuría, «implica seguimiento y compromiso, implica mantener la antorcha del amor y la justicia frente al odio y la opresión». Y, claro, esa labor los hacía sospechosos de colaborar con la insurrección y la guerrilla.

Los jesuitas, muy críticos con los abusos de poder en el país centroamericano, estaban amenazados de muerte ya antes del fallido golpe de estado de 1979. En 1977, por ejemplo, otro jesuita, que ayudaba a los campesinos de su parroquia a organizarse, el salvadoreño Rutilio Grande, fue asesinado junto a otras dos personas por los escuadrones de la muerte; grupos paramilitares de extrema derecha, formados por policías y militares, que durante décadas se dedicaron a amenazar, coaccionar y asesinar a quienes osaban oponerse a los poderes fácticos. A raíz de aquel atentado, el entonces arzobispo de San Salvador y hoy santo y mártir, Óscar Romero, se negó a asistir a ningún acto con el gobierno ni a ninguna ceremonia de Estado, que formaban parte del protocolo de su cargo, hasta que no se investigara este caso. Y mantuvo su compromiso hasta el final: fue asesinado por un francotirador, tres años más tarde, mientras celebraba un misa en la capilla de un hospital de la ciudad.

Lo que no soportaban las élites salvadoreñas ni su brazo político-militar era que un colectivo tan respetado, como estos sacerdotes y académicos, amenazasen sus privilegios proporcionando a la población argumentos para oponerse al abuso sistemático de la oligarquía y los gobiernos militares.

Ejemplo de esas denuncias son los artículos políticos que Ellacuría publicaba en la revista de Estudios Centroamericanos, de la que era director. El histórico editorial «A sus órdenes, mi capital» hizo que arreciaran los atentados contra la universidad y que el gobierno dejara de apoyar económicamente a la institución. Ocurrió que uno de los sucesivos gobiernos militares puso en marcha en 1975 la Ley de Creación del Instituto Salvadoreño de Transformación Agraria (ITSA) como enésima tentativa de desarrollo de una reforma agraria que durante décadas se cobró la vida de decenas de miles de campesinos que reclamaban sus derechos sobre la tierra. Una ley que parecía querer «resolver el problema de tenencia de la tierra», para consternación de la oligarquía terrateniente. En esa época, 82 propietarios acaparaban el 20 por ciento de la tierra cultivada, mientras que el 40 por ciento de los campesinos carecían de tierra y otro 55 por ciento apenas podía subsistir con minifundios.

La Universidad Centroamericana saludó en su día, optimista, la aprobación de esta ley: «Nosotros habíamos interpretado la Ley del ITSA y el Primer Proyecto […] como muestra de una incipiente autonomía del Estado frente a la oligarquía y como posibilidad real de agrandar esa autonomía. […] Podía empezar a dejar de ser al guardián de los intereses de la oligarquía para pasar incipientemente a ser promotor de los intereses de los oprimidos, intentando el cambio real en la estructura de la tenencia de la tierra. […] Parecía haberse roto el principio oligárquico, según el cual solo favorece a todos lo que favorece a los más privilegiados, de modo que propiciar sus intereses será la mejor forma de promover el bien de todos», (I. Ellacuría).

Este principio sigue vigente no solo en la surrealista teoría económica neoclásica del derrame (trickle-down) que inspiró la Reaganomía sino en las predemocráticas expectativas de nuestra oligarquía endémica, como se deduce de sus manifestaciones de pánico ante el pacto de gobierno PSOE-UP. El presidente del Círculo de Empresarios está consternado, ¿quién lo «desconsternará»?

Volvamos a El Salvador. El optimismo hacia la ley duró poco; el prometido avance en justicia social resultó ser, una vez más, un espejismo: «Han bastado tres meses y medio para que los tres poderes del Estado se vuelvan atrás y deshagan en reuniones precipitadas lo que pública y oficialmente se había sostenido como esencial para el desarrollo económico y social del país. […] nada más aparecer el Primer Proyecto se desató una campaña ofensiva —de ataque y de ofensas— por parte de la ANEP (Asociación Nacional de la Empresa Privada) y de otros órganos fantasmales. […] Su cara más visible la constituyeron los pronunciamientos diarios aparecidos con derroche de dinero y de prepotencia en la prensa comercial. […] En esta campaña se utilizó la mentira, la calumnia, la amenaza, todo medio disponible, contra las autoridades del país, contra los responsables más directos de la nueva orientación y, en general, contra todos aquellos que podían suponer un apoyo al cambio social», (I. Ellacuría).

Aquí, en España, salvando las distancias, la posibilidad de que un gobierno zancadilleado antes de constituirse ponga en marcha políticas de justicia social, blinde derechos y libertades, elimine privilegios aberrantes y nos acerque, un poco siquiera, a los niveles salariales, fiscales y de protección social más avanzados de la Unión Europea, ha hecho saltar las alarmas perimetrales del statu quo. El brazo político de la oligarquía y la “prensa comercial” empieza por desplegar la campaña de amenazas económicas: «Las empresas hacen planes de huida», «Este preacuerdo es lo contrario de lo que necesita la economía de España», «Inversores y patrimonios buscan refugio ante el hachazo fiscal […] del comunismo bolivariano», «Pablo Iglesias odia a los empresarios», se lee en los periódicos.

Pablo, ándate con ojo.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.