Neofranquismo sociológico

Gonzalo Olmos
Gonzalo Olmos REDACCIÓN

OPINIÓN

03 dic 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Durante años estuvimos a vueltas con el debate sobre los sedimentos que las décadas de régimen franquista dejaron en determinados estratos de la sociedad, la política, la distribución de la riqueza o, sobre todo, la forma de entender la relación entre los ciudadanos y el poder público. Desde la insostenible exageración de agrandar el fantasma, considerándolo poco menos que una sombra sobre la legitimidad y viabilidad del sistema constitucional nacido en 1978, hasta el irresponsable e interesado intento de despreciar esta discusión para evitar preguntas incómodas, hemos visto posicionamientos de toda clase, aunque sin duda el pasado siempre deja huella. Lo que sí teníamos claro, al menos hasta hace unos años, es que toda reivindicación del legado franquista como divisa política estaba condenada al fracaso electoral, ya desde los pobres resultados de la Alianza Popular de 1977 con sus listas pobladas de exministros del régimen, pasando por la irrelevancia, elección tras elección, de las fuerzas nostálgicas. El avance hacia una normalización de la derecha española, si se mira sin sectarismos y en una visión global (aun con la asignatura pendiente, para todos, de la memoria histórica), resultó evidente en los años posteriores, incluyendo la, entonces muy saludada ?hoy, casi olvidada-, resolución de 20 de noviembre de 2002, negociada y respaldada por unanimidad en la Comisión Constitucional del Congreso (con el PP con mayoría absoluta), donde se condenaba políticamente al régimen franquista, incluyendo menciones al necesario recuerdo a sus víctimas, a la situación de las fosas comunes y a los descendientes del exilio.

Las cosas comenzaron a cambiar a partir de la derrota electoral del PP en 2004, su rechazo a la aprobación de la Ley 52/2007, conocida como Ley de Memoria Histórica -consecuencia lógica de aquella resolución de 2002- y la radicalización de algunas de sus voces. Comenzaron a emitirse mensajes de edulcoración del autoritarismo o que pretendían relativizar o menospreciar el sufrimiento causado por la dictadura y la represión, sin comprensión, empatía ni compasión. Unido al más sibilino, pero no menos dañino, mensaje de la «extraordinaria placidez» ?en términos de Jaime Mayor Oreja- con la que vivían el franquismo aquéllos bien domados o neutralizados mentalmente para el ejercicio ciudadano por la miseria moral propia que toda dictadura extiende. Las aguas agitadas de la derecha española, con las pugnas internas más o menos soterradas, la pérdida del monopolio electoral del espectro con la aparición de C’s y Vox y, sobre todo, la imposible sustracción de nuestro país a la fiebre nacional-populista como efecto político de la Gran Recesión iniciada en 2008, hicieron el resto. La espita abierta dio paso, de una manera sorprendente, a una paulatina reivindicación del legado franquista, cada vez más abierta.

En efecto, de los muchos ingredientes con los que Vox nutre su ideario polimorfo y reaccionario, uno de ellos es un escasamente disimulado neofranquismo. Algunos de sus líderes locales y regionales no dejan escapar oportunidad de airear sus simpatías dictatoriales y su respeto ?cuando no admiración- por la figura de Franco (presentado, como poco, de mal menor para la salvación frente al comunismo); o incluso, aquellos cuya edad les permitió participar en el referéndum constitucional, se vanaglorian de su voto negativo a la Carta Magna en 1978 (caso de su Portavoz en el Ayuntamiento de Gijón, por ejemplo). Otros actualizan e incorporan, pasado por el tamiz del discurso político actual, los elementos del nacionalcatolicismo franquista, aportando el componente propio en la hibridación con los postulados xenófobos, antieuropeos y autoritarios de quienes abogan por las llamadas democracias iliberales, en la corriente nacional-populista en boga. Nada nuevo bajo el sol, si vemos la corriente sucedida en Europa en la última década, puesto que, en cada país, los partidos de esta onda han unido su pulsión retrógrada autóctona y sus demonios patrios a los aspectos comunes de esta involución. Regresión de la que ingenuamente nos creíamos vacunados en España, hasta que el éxito electoral de Vox nos ha presentado de golpe este desafío (recordemos que hace apenas un año no estaban en ningún parlamento autonómico ni en las Cortes Generales).

La verdadera paradoja en España reside en que el PP (¡y C’s!), ha renunciado a confrontar directamente con Vox, pese al bagaje que le otorga su participación durante los últimos 40 años en las instituciones democráticas, su contribución al proyecto comunitario a través del Partido Popular Europeo y su colaboración en la descentralización territorial de España (aunque ahora casi abjuren de ello, las reformas estatutarias ?salvo la catalana- y la transferencia de competencias contaron con su respaldo, cuando no su impulso). Al contrario, sólo se les ocurre concurrir en la desenfrenada carrera del nacionalismo español, banderas al viento, y calificar a Vox de «constitucionalista»; etiqueta que, por cierto, de cuando en cuando alguno de sus líderes se atreve a negar al PSOE, único partido con continuidad electoral de los que tejieron el consenso de 1978. Al tiempo, se aprecia en ciertos dirigentes del PP un refuerzo del discurso de equidistancia o de dulcificación del pasado franquista, incluyendo algunos episodios lamentables, al negar en la práctica, desde sus responsabilidades, el derecho a la restitución de la memoria democrática (y veamos lo que vaya a suceder, por ejemplo, con el callejero en disputa judicial en Oviedo…). Por el bien de todos y por la salud del sistema democrático, que se miren en el espejo del centro-derecha francés e italiano si quieren saber qué le sucede a las fuerzas presuntamente moderadas cuando no marcan distancias con el nacional-populismo y pretenden competir en su terreno.