Héroe pasado, héroe presente

OPINIÓN

05 ene 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

La distancia, ya sea espacial, ya temporal, es un imperativo. Los dioses guardan las distancias. Los héroes, también. En los mitos, el héroe está en el pasado, y lejos. Es inaccesible. De lo contrario sería un hombre demasiado hombre y dejaría de ser héroe. Por eso los héroes del presente son nombrados «superhéroes» para paliar en lo posible con este significante la presencia permanente, diaria, de unos héroes que no lo son. Al no alcanzar el altorrelieve de un Jasón o un Teseo, se los bautiza superlativamente. El truco está en ocultar el engaño. El engaño consiste en equiparar al héroe del presente con el de la Antigüedad, cuando en verdad la estirpe de los héroes hace mucho que feneció. Pero el hombre necesita del héroe. El hombre es «nadie» sin él. 

En la Academia Carrara de Bérgamo hay un cuadro de Giovanni Bellini, «Madonna Morelli», un óleo sobre tabla que el italiano pintó hacia 1488. La Virgen, que viste un manto azulón del que es difícil dejar de fijar la mirada, con unos pliegues en sombre que hacen que la prenda tenga veracidad, lo mismo que el cuerpo, tiene al niño Jesús sentado en su regazo. Las manos de ella, terminadas en largos y finísimos dedos, están colocadas de una manera tal sobre el cuerpecito de su pequeñín, muy erguido, que da la impresión de que está presta a alzarlo para proclamar: «Este es el Hijo de Dios». Este Hijo de Dios es el último héroe, no ya semidiós, sino Dios mismo. Este es un mito universal. Los mitos clásicos son universales.

Cerrado con Jesucristo el círculo de dioses y héroes (estos divinizados o excelsos), que comenzó entre el VII y el VI milenio antes de nuestra era en Europa, y un poco antes, quizá una poco después, en Oriente Próximo y en los valles fluviales del Amarillo e Indo, y maduró plenamente en la Grecia y Roma clásicas; cerrado ese círculo, entonces, el hoy heroico es un erial de «trigo limpio», pero no de yerbajos. Somos «afortunados» por contemplar cómo entramos en el cénit de los yerbajos, de la adoración, histérica a veces, de los héroes de los mass media de la inmediatez y de la ubicuidad. Héroes políticos (tuiterpredicadores) y del espectáculo (el circo romano, pero día y noche, sin descanso, imán del tamaño de un agujero negro) para alimentar nuestro «no ser». Porque la cuestión no es el «ser o no ser» de Hamlet. La cuestión es que ya «no somos». Estamos vacíos. Contendedores vacíos a la espera de ser llenados por la basura de la sociedad basura.

Los héroes antiguos protagonizaban mitos para educar. Los de hoy deseducan. Son falsarios. Son ególatras. Tienen hambre y sed de todo aquello que la multitud cree que los hace gigantes y que para ellos quisieran. Es decir, son como el resto de los hombres, pero avispados y perversos. Política y ocio delincuentes que dopa a través de los canales de la propaganda y del entretenimiento. El Neolítico fue más que la «piedra pulimentada». Fue la agricultura y la ganadería, y los poblados y la implantación de las castas. El Antropoceno también es más que el efecto invernadero. Es la deconstrucción de la razón, la enajenación del «yo soy», la borrachez del alma, la lima de las eternas ideas de Bien, Verdad, Bondad, Virtud.

De sumar rigor y narración absorbente, el mejor libro que leímos (estudiado en realidad) acerca de la mitología griega es el de Roberto Calasso «Las bodas de Cadmo y Harmonía» (Círculo de Lectores, Barcelona, 1991, 389 páginas, 1.500 pesetas, 9 euros). Este articulista sería feliz si disponen de unos segundos más y leen las siguientes líneas de este seductor y preciado volumen, obtenidas de sus dos últimas páginas, la 388 y la 389:

«Cadmo reflexionaba sobre su pasado. ¿Qué quedaba de él? Unos montones de objetos sobre el carro, y detrás de ellos una ciudad que Dioniso acababa de destrozar con el terremoto. Cadmo había salvado a Zeus, pero esto no le había salvado de la precariedad. Había partido en busca de su hermana Europa, había conquistado a la doncella Harmonía. Un viajero le había contado que Europa había llegado a ser soberana de Creta (…). Se sentía como cuando había desembarcado en Samotracia: hombre sin dones, porque todo lo que poseía cabía en un carro. Pero su don era impalpable».

«Otro rey procedente de Egipto, Dánao con sus cincuenta hijas sanguinarias, había aportado a Grecia el don del agua. Cadmo había llevado a Grecia dones provistos de mente: vocales y consonantes unidas en signos minúsculos, modelo grabado de un silencio que no calla: el alfabeto. Con el alfabeto, los griegos aprenderían a vivir los dioses en el silencio de la mente, ya no en la presencia plena y normal, como todavía le había correspondido a él, el día de las nupcias. Pensó en su reino deshecho: hijas y nietos descuartizados, abrasados por el agua hirviendo, asaetados, ahogados en el mar. También Tebas era un cúmulo de ruinas. Pero ya nadie conseguiría borrar aquellas pequeñas letras, aquellas patas de mosca que Cadmo el fenicio había esparcido por la tierra griega, donde los vientos le habían empujado en busca de Europa raptada por un toro surgido del mar [Zeus]».

Pero ¿no fue Cadmo un ingenuo al pensar que «nadie conseguiría borrar aquellas pequeñas letras»? Porque ¿qué letras guían hoy al Mundo, a España? ¿Acaso no han sido sustituidas por el «ruido y la furia» del Macbeth de Shakespeare, del que otro William, Faulkner, tres centurias después, obtuvo el título de una de sus más meritorias obras, de las que no es sencillo hallar una mediocre?

Tal parece que la soberana de los dioses romanos, Juno, la Hera griega, volviese a esparcir el mal, cuan una reencarnación de Pandora, rememorando su odio hacia Eneas. Virgilio abre su «Eneida» así:

«Canto las armas y a ese hombre [Eneas] que de las costas de Troya llegó el primero a Italia prófugo por el hado y a las playas lavinias, sacudido por mar y por tierra por la violencia de los dioses a causa de la ira obstinada de la cruel Juno, tras mucho sufrir también en la guerra, hasta que fundó la ciudad y trajo sus dioses al Lacio, y de ahí el pueblo latino y los padres albanos y de la alta Roma las murallas. Cuéntame, Musa, las causas: ofendido qué numen o dolida por qué la reina de los dioses a sufrir tantas penas empujó a un hombre de insigne piedad, a hacer frente a tanta agonía. ¿Tan grande es la ira del corazón de los dioses?».

 Al hilo de la desesperada pregunta que Virgilio hace a la Musa, por nuestra parte le lanzamos esta otra: ¿Tan grande es la ira del corazón de los hombres?