Comunistas, cuarenta años de cortesía

OPINIÓN

18 ene 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Ahora hay algún comunista en el Gobierno. No recuerdo ningún momento en que pensara de mí mismo que era comunista. En cualquiera de sus acepciones, el comunismo es siempre una forma muy estricta de socialismo. Hay jerséis ajustados que requieren un cuerpo muy trabajado para quedar bien. La palabra «comunista» es una funda que requiere un tipo específico de biografía y un itinerario sentimental muy preciso para ser la talla justa de alguien, y no una impostura o una banalidad.

Recuerdo una entrevista a finales de los setenta con Bernard Henri Lévy, por aquel entonces un «joven filósofo». Decía que le cansaba la discusión de si el régimen soviético era el verdadero marxismo o si el verdadero marxismo era una cosa diferente y mucho más noble. Decía que el marxismo eran los hechos y los hechos eran la Unión Soviética. Su comentario era, por supuesto, anti-comunista: no hay más comunismo que lo que vemos en los países comunistas. El comentario es algo simple pero podemos aceptar lo fundamental y dar a ciertas palabras el valor que les dan los hechos. Pero, a diferencia de lo que parecía creer Henri Lévy, a veces la cosa va por barrios y la misma palabra cuenta historias muy distintas. Pensemos, por ejemplo, en la Iglesia. Siguiendo la pauta de Lévy, no miremos el evangelio sino los hechos. La gente de El Salvador o Guatemala contará historias asociadas con la palabra «Iglesia» que tienen que ver con justicia, lucha, sacrificio y generosidad. Quien sepa algo de las pequeñas historias de Gijón, en cuanto diga que me crie en La Calzada, entenderá sin esfuerzo que haya visto hacer una estatua en memoria del párroco Bardales con asentimiento del barrio, de ateos y creyentes. No era Guatemala, pero los hechos asociados a la Iglesia en La Calzada, sobre todo en los tiempos de más desamparo, fueron de nobleza y compromiso. Pero también podemos referirnos a la Iglesia en España como una poderosa corporación que retiene privilegios económicos y legales de la dictadura a la que sirvió de soporte, que perdió predicamento pero no poder, que sermonea intolerancia y que difunde mensajes reaccionarios extremistas. En el Brasil de Bolsonaro la religión es el envoltorio de los peores contrabandos fascistas. En Bolivia, donde hubo algo que se parece a un golpe de estado como con una gota de agua a otra, Jeanine Áñez proclamó que la Biblia volvía al Congreso, exhibiendo a la vez Biblia y armas. El evangelio es el mismo pero, si la Iglesia son los hechos y no el evangelio, la palabra no dice siempre lo mismo. Por eso ningún católico tiene que renegar del nombre de su credo. Aunque ese credo haya estado y esté tantas veces ligado a intolerancias, violencia sectaria y regímenes odiosos, cualquier creyente tiene derecho a pensar que nadie puede decidir que el catolicismo esencial es el que muestran las crueldades y no las grandezas.

Así que los comunistas españoles también pueden darle la razón a Henri Lévy y reclamar que el comunismo, como la Iglesia, son sus hechos y que sus hechos cuentan historias diferentes, como la Iglesia. El comunismo está asociado a sectarismos irracionales y a violencias despiadadas. Pero decíamos que la cosa va por barrios. En la España actual hay hechos relevantes ligados a los comunistas que no tienen que ver con la guerra, donde dos bandos disparaban, sino con la dictadura y la transición. Los comunistas fueron la principal resistencia a la barbarie franquista. Por edad me tocó vivir de adolescente la muerte del dictador y la salida a la luz de los comunistas. Recuerdo la peluca de Carrillo, la vuelta de la Pasionaria y los paseos a plena luz del día de Fernández Inguanzo, el Paisano, que había pasado 22 años en la cárcel, sumando todos los tramos, alguna vez condenado a muerte. Los comunistas eran lo más organizado que habían luchado contra el franquismo y cuando yo era adolescente no hablaban de checas ni gulags. Hablaban de democracia y libertad. Es fácil hablar así, hoy lo hace hasta el Opus. Pero es que Fernández Inguanzo con su presencia en el Parlamento junto a quienes lo habían perseguido y encerrado 22 años en la cárcel decía calladamente que la guerra había acabado en el 39 y que, como decía la canción de Víctor Manuel, o aquí cabemos todos o no cabe ni Dios. Los comunistas, como espina dorsal de la resistencia antifranquista, eran clave para que España pasara a un régimen democrático en paz. Negociaron y llegaron a acuerdos que buscaban la democracia sin conflicto. Lo hicieron incluso cuando todavía era ilegal ser comunista, porque el partido estaba «bajo disciplina internacional», según rezaba el eufemismo de la época. Negociaron la Constitución y la apoyaron. Y negociaron incluso los Pactos de la Moncloa. Si el comunismo no era El Capital, como decía Lévi, sino los hechos, los hechos son que a los comunistas les debe mucho la paz en un país donde tan de temer era el conflicto. Cuando los militares golpistas ensordecieron el Congreso con disparos, solo Carrillo y Suárez permanecieron sentados. Suárez tuvo el acierto de comprender el simbolismo negativo de un Presidente lanzándose bajo la mesa. Carrillo explicaría después que había vivido demasiadas cosas como para volver a otro golpe militar, a la clandestinidad y a la represión. Permaneció sentado por resignación, porque no le compensaba ya ese esfuerzo minúsculo de tirarse al suelo para ponerse a salvo de las balas. Ahí hubo mucho de lo que eran los comunistas de por aquí y por entonces: nada valía la pena si no era en paz.

Dirán algunos que los comunistas realmente querían una cosa distinta de la que fue. Seguro que sí, pero no en el sentido que pretenden los maliciosos. Pretender una cosa distinta de la que fue supuso cultivar dos actitudes que hoy se echan de menos. La primera es aceptar vivir de manera estable en un mundo que no es al cien por cien como uno lo quiere. Piénsese en la actual tensión independentista, solo por poner un ejemplo. La segunda, como contrapeso de la primera, es sentirse incómodo en un mundo que no es como uno lo quiere y luchar para que sea distinto. La palabra «lucha», en sentido social, estuvo muy unida a los comunistas y los sindicatos. Las mayores frustraciones de la izquierda con el PSOE no tienen que ver con sus ideas, sino con su actitud hacia ellas, con su falta de lucha y su tendencia a reducirse a las circunstancias. Cuando Rubalcaba, intentando conjugar ideas y circunstancias, dijo que el PSOE era un cuerpo monárquico con alma republicana, seguramente quiso tapar cuántas veces el PSOE fue sencillamente un cuerpo sin alma.

Los comunistas negociaban cuando no eran legales. Cuando fueron legales, no podían entrar en el Gobierno porque podía haber un golpe de Estado. Carrillo tuvo casi que insultar a Suárez cuando se legalizó el PC para que no pareciera que España tenía un Presidente amigo de comunistas. Desaparecido el ruido de sables, la inercia del PSOE y la modorra en que cayó IU, sucesora del PC, mantuvo el tabú de que hubiera alguien en el Gobierno que se definiera como comunista. Si lo era, tenía que negarlo porque en democracia no puede haber comunistas en el Gobierno. Pero si Henri Lévy tenía razón y el comunismo son sus hechos, un comunista en España puede proclamarlo y dejarnos a todos tan tranquilos como cuando un católico dice que es católico. O más. Aquí la Iglesia se distinguió en favor de la dictadura y se distingue por sus actitudes reaccionarias. Sin embargo, Enric Juliana recordaba hace poco lo esencial de los comunistas: lucharon contra la dictadura y negociaron y participaron en la Constitución.

Ahora hay un Gobierno con comunistas (no lo digo por Pablo Iglesias). No solo el Gobierno es normal, sino que el país es más normal desde que puede tener a comunistas en el Gobierno. A este Gobierno normal bien podríamos concederle cien días de cortesía. Después de todo, los comunistas en democracia concedieron al país cuarenta años de cortesía. Y ya era hora.