San Quim Torra, president y mártir

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David Zorrakino - Europa Press

27 ene 2020 . Actualizado a las 16:31 h.

El independentismo es una religión. Politeísta y pagana -es decir, aldeana-, pero religión. Y un religioso decente y consecuente, como Quim Torra, no debe abjurar de sus dioses, ni darse a la fuga, ni implorar una muerte digna, sino entregarse -«con voluntad placentera, clara y pura»- a su horrendo martirio, para que su ejemplo, y, si preciso fuere, su sangre, sean semilla de nuevos independentistas. Así lo explicaría, por ejemplo, con suma exactitud y maestría, San Ignacio de Antioquía, que, el 20 de diciembre del año 107, mientras las fieras lo iban masticando en el Coliseo de Roma, le explicaba a sus discípulos que, si el grano de trigo no muere, no nacen nuevas espigas, y que, si las cosechas no se muelen -en la muela de un molino, o en los molares de un tigre-, no se puede cocer pan.

Por eso creo que, a partir de hoy, en cada 27 de enero se celebrará en Cataluña, y especialmente en la catedral de Solsona, donde su obispo es venerado como un dios del secesionismo unilateral, la festividad de San Quim, president y mártir, que hoy mismo iniciará su camino voluntario hacia las trituradoras del autoritario Reino de España, donde lo van a transformar en una ración de proteínas para la república catalana.

Aunque ya es un tópico, que muchos tertulianos repiten como papagayos, el independentismo no es un hecho político -es decir, racional y solidario- que hay que abordar políticamente, sino un fenómeno religioso -mezcla de fe, moral, compromiso, sentimiento y emoción- que solo puede abordarse como tal religión. Porque si el Imperio Romano no pudo con el cristianismo emergente, que apostó miles de mártires contra las legiones que habían sometido al mundo, mucho me temo que, si los catalanes consiguen poner en la arena a Torra, y varios cientos como Torra, no los va a frenar un sistema judicial confuso, una Fiscalía amañada, un pacto rufianesco, un Congreso caótico y ese «diálogo con zapatos» llamado Sánchez.

Lo único decente que puede hacer Torra es generar un escándalo con su propio martirio, para asegurarse de que la línea sucesoria de la Generalitat -después de Pujol, Maragall; después de Maragall, Montilla; después de Montilla, Mas; después de Mas, Puigdemont; y después de Puigdemont Torra- siga así de irredenta e invencible, como fueron los mártires que truncaron la historia de aquella Roma que, además de laminar a Aníbal y a Kirk Douglas -cuando aún se llamaba Espartaco-, sometió a los hispanos, galos, britanos, germanos, lusos, medos, partos, griegos, judíos y egipcios.

Dijo Bertrand Russell -al que, por ser laico, no cabe despachar con la misma facilidad que al católico San Ignacio- que «el verdugo nunca domina al que acepta morir». Y por eso, tras analizar -el sábado- cómo le hemos perdido la cara al sistema, creo que Cataluña empieza a ser una alevosa brañeira, capaz de engullir a todas las legiones constitucionalistas, siempre que Torra y sus fieles sigan prefiriendo padecer el martirio antes que quemar incienso ante el altar de otros dioses.