Mentes sucias

OPINIÓN

29 ene 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

No es admirable el desprecio a personas que no se identifican con el estereotipo católico apostólico ibérico o «españoles de bien», como lo llaman. No es esperanzador que aflore cada vez más gente que niega la condición de persona, como ser social y sujeto de derechos, a quienes forman parte de colectivos definidos por prejuicios como el racismo, el machismo o el clasismo, sustentados en la ignorancia y el miedo. Y a nadie le puede extrañar que se pueda tomar por psicópata a quien desprecia los derechos humanos.

No son muchos ejemplares afectados por este síndrome excluyente los que manifiestan abiertamente estas actitudes tan poco edificantes, pero encuentran apoyo por una parte de la sociedad con filias y fobias semejantes. Aunque de forma encubierta; tal vez para evitar perder el aprecio de personas cercanas que pertenecen a una mayoría que sí cree que todo el mundo merece respeto y una vida digna independientemente de «su raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición» (artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos).

Una forma de resolver la disonancia cognitiva que les sobreviene a estos últimos al querer expresar su aversión hacia determinados colectivos sociales -pongamos por caso los inmigrantes o el LGTB- y querer, a la vez, no ser tomados por seres moralmente defectuosos, es ponerle a su intolerancia el disfraz de lucha justa y necesaria. A saber: «Los inmigrantes nos quitan el trabajo» (de lo que no son culpables los inmigrantes sino quienes les contratan; pero, claro, ante la patronal, su postura genuflexa les impide mirarles a la cara y articular ningún mensaje coherente, que sería racista en cualquier caso); o, «el lobby LGTB quiere pervertir a nuestros hijos para engrosar las filas de maricones y marimachos».

En el aumento de la intolerancia social tienen mucha responsabilidad los representantes que desde la «política biliar» nutren el argumentario de la Nueva Inquisición con exabruptos como el de que «el pin parental es un instrumento para evitar que tu hijo […] pretenda penetrar a su hermanito para liberarlo del heteropatriarcado», excretado por un «eurodepravado» de cuya salud mental temo lo peor.

Para conjurar la degeneración moral auspiciada por la educación pública, a la vez que insulta la aptitud de la comunidad educativa, la nueva lideresa de extremo centro liberal propone un Pacto Nacional de Educación para, entre otras bondades, garantizar la libertad y evitar el adoctrinamiento. Como también nos quiere librar del proselitismo progre el «reaccionariado», que tiene su principal baluarte educativo en los colegios privados y concertados con marcada orientación ideológica y moral, a los que cada vez transfiere más recursos, en detrimento del sistema público, con el propósito de separar a los que se creen mejores de aquellos a quienes creen peores, de la chusma. Así pues, en nombre de la libertad, que corroen por otro lado con el sometimiento económico, los que denuncian el adoctrinamiento estatal promueven con el dinero de todos la segregación escolar, vulnerando el artículo primero de la Constitución Española.

A diferencia de la mayoría de estos centros, que contratan al profesorado de forma discrecional, en el sistema educativo público los docentes han tenido que superar oposiciones que no tienen criterio ideológico más allá de contenidos consensuados y valores universales. Además, la Programación General Anual y las actividades complementarias obligatorias, que los intolerantes quieren vetar, son aprobados por el Consejo Escolar y el Claustro de Profesores. Órganos cuyos componentes representan bastante bien la pluralidad ideológica de la comunidad en la que se encuentra cada centro. Es la mejor garantía, aunque no sea suficiente, de que la educación cumpla el objetivo de lograr «el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales» (art. 27.2 de la Constitución Española).

El derecho «que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» (art. 27.3 CE) ya está garantizado por el Estado en el caso de la religión católica, además de con las clases de religión en la escuela pública, en la medida en que todos los contribuyentes hemos de aportar, a través de los impuestos, a la financiación de centros cuyo ideario está regido por una institución que secularmente ha demonizado la educación sexual, por ejemplo. Pero no les da derecho a vetar contenidos establecidos por el Estado, que somos todos, nos guste más o menos, y sancionados por la comunidad educativa de la que forman parte docentes, alumnado y progenitores.

Es una paradoja sintomática que quienes promueven políticamente esa educación sesgada y represora sean los que llamen «adoctrinados por el Estado» a quienes tienen acceso al conocimiento de nuestra naturaleza a través de una educación sexual integral. Haber convertido en pecado toda actividad sexual que no tenga por objeto la reproducción en el seno del matrimonio (heterosexual, claro está) ha ensuciado las mentes con sentimientos de culpabilidad, cuando no de asco o con perversiones variadas, ante impulsos y conductas que forman parte de nuestro natural repertorio de recursos para la vinculación afectiva y la homeostasis. Mentes sucias por la deliberada frustración de un desarrollo afectivo-sexual respetuoso, por parte de una institución que, mientras se preocupa de salvar nuestras almas, está tardando demasiado en ocuparse de dejar de ser un vivero de pederastas y abusadores.

Debe ser tan doloroso asumir esta realidad por quienes así han sido adoctrinados y no entienden la fe que dicen profesar, que buscan anestesia en una iracunda cruzada contra todo aquello que cuestione los fundamentos de su represión, patológica en no pocos casos. Y entre quienes creen, debe ser doloroso ver cómo hay hipócritas que utilizan la fe sincera de millones de personas con fines distintos a los espirituales.

Y es para la consecución de esos fines espurios que llaman «libertad» a la censura, esto es, a la posibilidad de restringir la percepción que sus descendientes tengan del mundo a una imagen estrecha que asegure la herencia de sus prejuicios. Quizá para evitar que ese cuestionamiento llegue desde el propio hogar, y para preservar los privilegios que en una sociedad más democrática y justa no existirían.

Llaman adoctrinamiento, en fin, al desadoctrinamiento que pretende mostrar la diversidad humana y con ello cultivar el respeto sin el que la convivencia se convierte en una hostilidad constante que lastra el avance hacia la realización de la «dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás […]» (artículo 10, CE)

¿No queréis constitucionalismo? ¡Pues metedlo en vuestras casas!

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.