Coronavirus o el moderno Frankenstein

OPINIÓN

05 feb 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Los virus son. Realmente son. Sin embargo, son de una manera exclusiva, muy suyos. Son escuetos. Tanto que, simultáneamente, no son. Son vivos muertos. O muertos vivos. Tienen ADN, por ello son «seres». Pero la totalidad de sustancias químicas nitrogenadas, fosfatos y azucaradas que configuran su molécula acaracolada es insuficiente para ser suficientes. Como quienes padecen insuficiencia respiratoria en fase avanzada (EPOC), que demandan oxígeno extra, los virus también necesitan un apoyo exterior a ellos. Un huésped. Huésped en el sentido de quien aloja a alguien, no en el de quien se aloja. Es entonces cuando el virus es. Es suficiente para ser.

El coronavirus de Wuhan es una especie nueva, aunque pertenece a un orden conocido. Que sepamos, un pariente despertó de su hibernación hace 17 años. Tal vez hayan estado con nosotros desde que éramos nosotros, al final del Terciario, cuando el Smilodon (felino dientes de sables) era el capo faunístico. Incluso, antes, con la explosión de vida en el Cámbrico, hace 543 millones de años, una vez que finalizó la glaciación Tierra Bola de Nieve. Y ¿quién se atreve a asegurar que los coronavirus no iban de célula en célula hace 3.100 o 3.800 millones de años?

Ahora bien, el coronavirus, o el VIH (durante tres décadas mató a una media de 2,3 millones de personas al año), o el virus del Ébola, o el de la gripe (que es el sepulturero mayor), o el de cualquier otro, no es el protagonista de la reflexión que nos proponemos en estos párrafos. El papel estelar corresponde al hombre. El hombre es el mandamás de los sistemas ecológicos del planeta, microscópicos o ciclópeos. Es el matón, el felino dientes de sable del barrio. Él es quien «juega» a hacer monstruos, cuan una Mary Shelley con su Frankenstein. 

Los virus, con tan solo unos 3.000 genes por los más de 30.000 de las personas, tienen una capacidad de mutación asombrosa. Una mutación es un error en la replicación de la molécula ADN. El del Ébola y el del VIH (debe su nombre al río Ébola, en la R.D. del Congo, donde se localizó el primer brote), inocuos en el chimpancé, aniquila a uno de los parientes de la familia de los homínidos, nosotros, que cazamos y comemos a los chimpancés. ¿Por qué lo hacemos? Porque somos los matones del barrio. Con el coronavirus de Wuhan, otro tanto: murciélago, ciervo (u otros animales salvajes), hombre, que los atrapa, los «secuestra» de su hogar (medio) para vender y engullir. Al no estar nuestro sistema inmunológico adaptado por selección natural a este patógeno, la palmamos, o enfermamos de gravedad. Las mutaciones en el genoma humano son menos frecuentes que en el de los virus, bacterias, hongos, lo que supone para aquel una desventaja en «la lucha por la supervivencia».

No obstante, hay otra forma de construir al moderno Frankenstein.  No tendremos que aseverar, a la manera que lo hacemos cuando decimos que un polígono irregular es aquel que no tiene todos sus lados iguales, que el coronavirus de Wuhan fue transmitido por animales selváticos enjaulados en uno de sus mercadillos. Porque existe en esa ciudad china un complejo de laboratorios donde se experimenta, precisamente, y entre otros bichitos, con los virus.

Denunciado en varias ocasiones por instituciones privadas y públicas de Occidente por sus prácticas chapuceras, entre las que alarmaban a los virólogos internacionales los «descuidos» en seguridad, este coronavirus bien pudo ser creado allí, tal vez una mutación de otro manipulado que se les «escapó» por la negligencia de estos víctores del siglo XXI, que, al igual que el Víctor de 1818, pretendían alcanzar al Supremo.

No es este el único campo donde los hombres reniegan de su naturaleza. La técnica y su prolongación, la ciencia, nos han apartado del sendero que transita el resto de seres. Pero es un apartamiento parcial (no dejaremos de ser animales) y, las más de las veces, catastrófico. En vano es el daño infligido hasta ahora una cortapisa para continuar en esta demencial espiral creadora. La soberbia tira del hombre como la mula del carro.