Si todos respetásemos la ley, si todos nos comportáramos con los demás igual que esperamos que lo hagan con nosotros, no haría falta ningún cuerpo ni fuerza de seguridad para velar por nuestro bienestar y el orden social, ni tampoco serían necesarios los jueces ni las cárceles. Pero el ser humano es falible, débil, inconsciente y, en ocasiones, demasiadas, perverso. Por eso necesitamos que la policía disuada a los potenciales maleantes y, en caso de que no sea suficiente, que investigue los delitos y persiga a los delincuentes. Por eso es preciso que nuestro sistema judicial determine, en un proceso con las debidas garantías, la culpabilidad o inocencia del presunto delincuente, y, en caso de que demuestre la fechoría, establezca una pena proporcional. Por eso es preciso que el condenado, en función de la gravedad de su delito, cumpla la sentencia en una cárcel.
Lo ideal sería que el paso por un centro penitenciario rehabilitara al preso y le preparase para reintegrarse en la sociedad, pero todos sabemos, que son múltiples las razones que impiden que sea posible tanto como sería deseable. De hecho, en algunos casos se agrava su peligrosidad. Así está demostrando ser la cruda realidad de los condenados por terrorismo islamista. De hecho, muchos jóvenes musulmanes encarcelados por delitos comunes acaban radicalizándose en las cárceles.
Sudesh Amman, el terrorista que apuñaló a tres personas en Londres este domingo, era un ex convicto por terrorismo que, al parecer, estaba siendo vigilado de cerca por la policía, de tal suerte que fue abatido en cuestión de pocos minutos tras haber iniciado su ataque. Pero la polémica está servida. Boris Johnson ha anunciado cambios en el trato a este tipo de delincuentes, desde el agravamiento de las condenas a la imposibilidad de su liberación anticipada. Pero, ¿será suficiente, son las medidas correctas o es necesaria también una política de supervisión sobre el adoctrinamiento encubierto con la práctica de la fe?
