Mezclar folios con naranjas

OPINIÓN

20 feb 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Poco ha tardado la patronal agro-ganadera en salir a la calle a protestar tras el estreno de un inédito gobierno de coalición progresista. Pero no malpensemos que es porque la derecha va a movilizar todos los arietes que pueda encontrar, no, sino porque a este gobierno se le supone más receptivo a una de sus principales quejas: el hundimiento de los precios de sus productos en origen, pergeñado por las grandes cadenas de distribución.

¿De qué hubiera servido enfrentarse a un gobierno que, por más afín que sea, defiende la autorregulación de los mercados?

El problema es que la autorregulación de los mercados, como mito al que adorar para encubrir el inherente abuso de mercado, también tiene adeptos en este gobierno, tutelados por los guardianes de la ortodoxia económica de la Unión Europea, por lo que la solución no va a ser fácil.

En este contexto aparecen los evangelistas del lucro indiscriminado a explicarnos la «cadena de valor» sin aclarar por qué dicha cadena tiene eslabones intermedios de oro mientras que los de los extremos, que representan al productor y al consumidor, se corroen por la herrumbre.

Uno de estos evangelistas, caracterizado por la vehemencia fundamentalista con la que enarbola el dogma neoliberal para advertirnos, por ejemplo, de las terribles consecuencias de la regulación económica o de la subida del SMI, tuvo la ocurrencia de hacer una analogía entre la cadena que va de un folio en blanco a una revista en un quiosco y la de una naranja desde el naranjo a la frutería, para explicarle en redes sociales la «cadena de valor» a una representante de Podemos que apuntaba a los intermediarios como origen del problema.

El debate suscitado por esta peculiar analogía llevó al desglose pormenorizado de los costes añadidos al producto entre origen y destino, y su razón ser. Una maraña economicista cuya utilidad no declarada es ocultar el debate que habría de llevarnos a una cadena en la que todos los eslabones tuvieran un aspecto similar: el debate sobre quién tiene el poder de establecer precios y por qué.

En una democracia genuina, transparente, deberíamos tener los mecanismos que nos permitieran decidir qué tipo de cadena queremos. Pero en esta plutocracia que se nos impone, esa prerrogativa ha sido apropiada por un entramado burocrático-financiero que responde a la doctrina que prioriza la optimización del beneficio empresarial sin atender a sus efectos sobre la población y el planeta. Es decir, la doctrina neoliberal desreguladora para la que la parte del contrato social que atiende a los derechos es una «regulación» molesta y prescindible.

Una doctrina mercenaria al servicio de unos pocos beneficiarios que han sabido imponerla en los ámbitos académico y político para asegurar sus mecanismos de extracción indiscriminada de recursos mediante una justificación teórica falaz. Falaz porque al inspirarse en escuelas de pensamiento económico precedentes, además de basarse en premisas incorrectas como el principio de racionalidad de la conducta y el modelo fantástico de la competencia perfecta de la escuela neoclásica, obvian las que no responden a sus intereses, como que el trabajo es la única fuente de todo valor, de los clásicos David Ricardo y Adam Smith.

Este último, Smith, invocado por el vicepresidente de la Comunidad de Madrid para eludir, falazmente también, su responsabilidad de promover las condiciones de acceso de la ciudadanía a una vivienda digna, como reza el artículo 47 de la Constitución Española, por ejemplo mediante la regulación de los precios del alquiler como se hace en no pocos países de la Unión Europea.

Adam Smith, por cierto, el filósofo de la economía escocés del siglo XVIII que muchos de aquellos evangelizadores del lucro indiscriminado toman, no sin bastante sesgo, como referencia, estaba, además, muy interesado en la astronomía. Cinco años después de su muerte se publicó su «Historia de la Astronomía». Smith consideraba la «universalidad de la gravedad» como «el descubrimiento más grande hecho por el hombre» e, intentando emular a Newton, propuso un modelo de equilibrio económico «gravitacional» en el que, a partir de una «competencia atomística», un gran número de productores y consumidores contribuyen independientemente a una relación entre oferta y demanda que tiende al establecimiento de un «precio natural, punto central hacia el cual gravitan continuamente los precios de todas las mercancías», como si de un sistema planetario se tratase.

Ahora bien, contemplando cierta dificultad para estar al día en astrofísica a finales del s.XVIII, Smith no tuvo en cuenta, si es que llegó a conocerlo, un artículo que el geólogo y clérigo inglés John Michell envió a la Royal Society en el que describía un cuerpo tan denso que ni siquiera la luz puede escapar de él. De haberlo hecho, podría haber incluido en su modelo gravitacional los agujero negros: elementos de concentración de riqueza que tienden a acumular recursos en un proceso de retroalimentación sin freno.

Hoy día se conocen mejor estos fenómenos de concentración de masa o riqueza, según hablemos de física o economía, respectivamente. Claro que en este último campo de conocimiento se nos oculta que el negro agujero neoliberal lo está engullendo todo. Incluso la posibilidad de supervivencia a largo plazo de nuestra especie, entre otras muchas.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.