08 mar 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Es la conciencia. La conciencia niega la inmortalidad. La inmortalidad imposible es origen. Origen del no pensamiento y origen de cierto pensamiento. El cierto pensamiento es el filosófico. La Filosofía no hubiese recorrido el mismo trayecto de los últimos 2.600 años sin la inmortalidad imposible, y la Ontología, que tampoco, tendría además un ropaje de camuflaje. La Religión, simplemente, no existiría. Como mucho, intentaría retener alguno de los resortes de dominio de los que se sirve el señor para someter a sus siervos sin emplear severos castillos.

Pero también la inmortalidad imposible es origen del no pensamiento (solo como una alegoría a la simpleza, porque Gustavo Bueno recalcaba que «todos pensamos»). La rutina tiene un enganche en esa simpleza. Y las compras innecesarias. La moda, sociológica y psicológica para ser macroeconómica, se ancla en la huida desesperada y baldía del «yo» de la Idea de Muerte. Posiblemente la casi totalidad del comportamiento humano deba ser auscultado por esta idea. Desde luego, la compulsión narcisista que circula por la tela de araña de la red de redes está atrapada a su vez en la symploké de la Idea de Muerte. La espantosa banalidad es omnipresente.

Vivimos, entonces, a resguardo del tiempo, siempre que el tiempo no se deje ver agotado. Lo hacemos eterno, en el sentido de que «aún queda tiempo». Pero para acogerse a un contínuum «aún queda tiempo», es necesario disimular que el tiempo no se toma tiempo, no descansa, anda y anda. El disimulo es la estrategia que se adopta para que, como en el resto de los animales, el tiempo no esté en la conciencia. La tragedia se halla en que nosotros, animales con conciencia, tenemos que amordazarla para asimilaros a los animales “irracionales”. Somos, pues, unos inconscientes burdos, narcisistas, compulsivos, dañinos. Los peores animales. En verdad, los únicos animales, en su acepción peyorativa.    

Sin embargo, ante una amenaza, el hombre se desdobla. Actúa como un animal y, a la par, con la «inteligencia» que le es propia. Esa tal inteligencia le permite maquinar atrocidades contra los de su especie cuando la amenaza amenaza al contínuum «aún queda tiempo». Es, pues, vertebrador de la existencia.

Hoy la amenaza para quien vive la plenitud de la postmodernidad (muchísimos menos de los 7.000 millones de personas) es que te hagan una rayita en el coche, que se «caiga» internet unos minutos, que un camarero derrame unas gotas de café cuando lo deposita en tu mesa, que traten de explicarte la evolución por selección natural siendo un vegano, que te rueguen cambiar OT de La1 por una película de Sam Peckinpah en La2 (digamos «Perros de paja»), que no te den cita el día que has pedio para cortar el pelo a tu insoportable (para los vecinos) perrito.

Por eso, cuando la amenaza es una amenaza verdadera, aunque solo se aproxime a la que pende sobre los refugiados sirios, entramos en pánico. El coronavirus es la pasarela por la que desfilamos desnudos, tal como somos (robo de mascarillas en los hospitales, incluido el HUCA, reventa de ellas con un incremento del precio del 300%.; y esto es una nimiedad en comparación con el catálogo de barbaridades del que disponemos).

Pero no es un somos, ha de recalcarse, como el de los desheredados mencionados en el párrafo anterior. Ellos son demandantes de bienes de primera necesidad. Nosotros lo somos de bienes de ninguna necesidad. Estamos hartos de bienes y queremos, por consiguiente, más que nadie, la inmortalidad, que es el supremo bien. Esto es lo que hace que el coronavirus sea visto como una plaga bíblica. Y desde nuestras psicopatologías, lo es. Es así que los ancianos nos dicen: «Tendríais que vivir una guerra». Nuestra guerra es el coronavirus. No es una guerra, pero para el artificio existencial que, como cúpula hermética, nos resguarda del Mundo de la Miseria, lo es.

Consideramos, en atención a lo escrito hasta aquí, que no es mala cosa que lo sea (una guerra), aunque sea una ficción, porque nos devuelve a lo que somos, mortales, caprichosos, voraces, enajenados. Que un virus nos joda un poco (restando a los pacientes graves y, sobremanera, a los fallecidos) es saludable, que luego volveremos a la normalidad, a estar bajo el influjo de otro virus, el de la rabia. Murciélagos rabiosos. Perros rabiosos. O sea, hombres rabiosos del Mundo Algodonado.