Lectura truncada

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

15 mar 2020 . Actualizado a las 10:33 h.

No podía dormir. Me sentía un poco melancólico, después de todo el día pendiente de las noticias y las cifras, intentando al mismo tiempo entretener a mi hijo (aquí, en Madrid ya no hay colegio desde hace días). Abrí la ventana para refrescarme. Llegaba ruido de la calle. En el bar de al lado, la chavalada, despreciando las recomendaciones, jaleaba los goles de un partido de fútbol en televisión (esto fue la noche del miércoles, todavía se podía). Por la acera solitaria, sin embargo, alguien paseaba el perro llevando una mascarilla. Llamé por teléfono a una amiga italiana que está en Milán. Me contaba las últimas medidas que han entrado en vigor allí y se escuchó de fondo la voz de hojalata de un megáfono. «Es la policía. Pasan cada poco advirtiendo que está prohibido salir a la calle». Suspiró, resignada. «Me siento como la Fiammetta en el comienzo del Decamerón!

Después de colgar, busqué la obra de Boccaccio entre mis libros. La recordaba solo vagamente de haberla leído de joven. Empecé el primer capítulo, sentado en el suelo. En el arranque, diez personas -una de las cuales es Fiammetta- se han refugiado en el campo para escapar de la terrible epidemia de 1348 en Florencia. La idea es que se irán contando historias durante diez días para pasar el rato y ahuyentar sus preocupaciones. Es verdad que para eso sirve a veces la literatura. Boccaccio comienza pidiendo perdón a sus lectores por recordarles unos hechos tan terribles, y les pide que tengan paciencia hasta llegar a los relatos, que promete que serán divertidos. No sé si lo son, porque no los recuerdo y esta vez no pude seguir leyendo. La descripción de la epidemia en Florencia me desanimó.

Entonces mi mirada se posó por casualidad en otro libro: La vida en el Misisipi de Mark Twain. Me llamó la atención la cubierta en la que se veía uno de aquellos viejos vapores del Misisipi en los que Mark Twain fue piloto de joven, antes de convertirse en escritor. En el libro relata, precisamente, sus comienzos en el río, cuando tuvo que aprenderse de memoria el trayecto desde San Luis a Nueva Orleans: cada banco de arena, cada recodo, cada remolino. Sin embargo, a medida que uno lo lee, se hace evidente que lo que pretende contar Twain es que el Misisipi es algo más que un curso de agua gigantesco. Es, como tantas veces, la vieja metáfora del río de la vida. El piloto es cada ser humano, que debe aprender a sortear los peligros, a aceptar sus retos y vencer sus miedos. Mientras el vapor navega en medio de la noche y la niebla, un marinero va lanzando una sonda y cantando la profundidad. La profundidad es cada vez menor. Parece que el barco va a encallar. Hasta que el piloto, con una mezcla de inteligencia, intuición y suerte, ajusta el rumbo justo a tiempo y el marinero canta: «¡Mark Twain! ¡Mark Twain!», una expresión en la jerga de los pilotos del Misisipi que significaba que el vapor estaba ya en aguas seguras. Fue así cómo Samuel Langhorne Clemens eligió su seudónimo literario.

Busqué un pasaje que recordaba y leí un rato, absorbido. De modo que, al final, sí encontré en un cuento la modesta promesa del Decamerón de ahuyentar las preocupaciones, aunque fuese solo por un momento y en otro libro. Cuando miré el reloj eran las dos de la mañana. Afuera, las calles ya estaban completamente vacías. También el partido había terminado hacía mucho, los jóvenes alborotadores se habían ido, el bar había cerrado. Me fui a la cama. Y me quedé pensando en el largo río. Y me dormí, soñando con el momento en el que una voz de bajo de góspel canta «¡Mark Twain! ¡Aguas seguras! ¡Mark Twain!»… Buena suerte a todos.