Deuda generacional

OPINIÓN

Una madre con su bebé
Una madre con su bebé

21 abr 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

El más rápido en colocar denominaciones (y esta vez no ha sido el gran Fernando Beltrán) ya ha acuñado el término «pandemials» para distinguir a la generación que está viniendo al mundo en hospitales en pleno zafarrancho de combate en la crisis del coronavirus. Si aciertan los pronósticos que nos auguran unos cuantos meses de fragilidad sanitaria y zozobra por las dificultades para contener brotes y oleadas en todo el mundo, es probable que todos los nacidos en 2020 (y aún en 2021) acaben englobados en la etiqueta. Aunque el mundo al que vienen es francamente peor del que sus padres esperaban, cuando empiecen a cobrar conciencia del entorno que les rodea la realidad asumida será ya la propia de su tiempo, como nativos de esta época extraña y familiarizados con las consecuencias que vendrán, de dimensiones por conocer. Nada que ver con la adaptación, inevitablemente traumática, y de la que se dan mucha más cuenta de lo que pensamos, de aquellos que han vivido los primeros años de su vida en la era (en términos históricos, un paréntesis) en la que la percepción de seguridad sanitaria resultaba mucho más robusta de la que tenemos apenas unas semanas después de recibido el primer impacto de esta pandemia.

A la generación de críos y adolescentes a la que ahora les decimos genéricamente que todo irá bien (porque, en el fondo, no sabemos qué decirles para confortarles), es a la que, junto a otros sectores sociales (los sanitarios que nos cuidan o el personal de los supermercados) se ha estigmatizado por quienes se dejan llevar por el pánico al contagio, e incluso ocasionalmente por algunos responsables públicos. Una generación, a la que, por cierto, y pese a su menor responsabilidad, estamos pidiendo mayores sacrificios que a otros sectores de la población; singular circunstancia de esta crisis, en la que nadie ha dicho «los niños primero» como en las películas de catástrofes ni el consabido «es qué nadie va a pensar en los niños» de Helen Lovejoy (Los Simpsons). O al menos no ha sido así durante las semanas iniciales. En efecto, con el nocivo argumento de la adaptabilidad a todas las circunstancias de los menores se ha sostenido durante un tiempo posiblemente desproporcionado un régimen de confinamiento más duro que el común, porque quien sale a su trabajo o hacer la compra o a pasear al perro escapa durante un tiempo de las cuatro paredes de casa. A su vez, entre las constantes vitales de la sociedad que se han querido mantener a toda costa, la actividad educativa no ha destacado precisamente, con profesores batiéndose el cobre casi en solitario para evitar la desconexión de sus alumnos, nunca mejor dicho. Educación que sigue teniendo de momento un papel secundario ante urgencias de todo tipo, algunas más justificadas que otras.

Ahora que, felizmente, aunque con toda la cautela del mundo, se habla de la retirada gradual de las restricciones, y, por fin, se pone de manifiesto que la realidad territorial de España, el desigual impacto de la enfermedad y la mejor capacidad de respuesta de los sistemas sanitarios en algunas Comunidades Autónomas (Asturias entre ellas), permiten que la llamada «desescalada» sea más rápida en unos sectores y en unos lugares que en otros, no debería perderse de vista el sitio de la educación en ese orden de prelación. Pese a que nos hayan hecho creer lo contrario, no es ningún disparate cuando, por ejemplo, Francia y Alemania, también muy castigadas en la extensión de la enfermedad, lo colocan en sus planes como prioridad (y no digamos ya Dinamarca, que ha empezado la reactivación por los colegios y escuelas infantiles). Para muchas familias cuyos miembros son llamados a volver a la actividad es condición necesaria el respaldo del centro educativo, al no poder contar ahora con otros apoyos. Y, además, revisando la hemeroteca, no encontrarán en los prolegómenos de la epidemia focos de contagio en escuelas y colegios (en la Fundación Masaveu el brote provino de un encuentro de educadores, según la información publicada). Se decidirá poniendo todos los elementos de discusión, y se hará con prudencia y equilibrio, esperamos; pero entre ellos debe estar la efectividad del derecho a la educación, la posibilidad real de seguir las pautas de otros países si en ellos ese movimiento sale bien y la situación de muchos municipios en los que los casos se cuentan con los dedos de una mano o son directamente cero (en Asturias, 19 concejos, a 7 de abril, según los datos de la Consejería de Salud).

Está todo por ver, pero quizá esta generación sea lo suficientemente generosa como para, dentro de unos años, no inquirirnos ásperamente sobre por qué descansábamos en una aparente seguridad sanitaria que resultó no ser tal, qué tipo de mecanismos de alerta temprana y respuesta rápida teníamos preparados para terminar fracasando colectivamente en la contención, qué clase de relación con el medio mantuvimos para no evitar, pese a sucesivos avisos graves (SARS, MERS, gripe aviar, etc.), este drama que vivimos globalmente y qué lugar ocuparon las necesidades de los menores en todas las disyuntivas que se abrieron. Preguntas análogas a las que nos podrán realizar, si no espabilamos, en relación con otras crisis menos inmediatas pero de efectos también destructivos, como la climática y medioambiental. Pero esa incertidumbre de un reproche que no sabremos si se producirá no salva la deuda generacional contraída con ellos. Deuda que sólo se enjugará parcialmente, no con palabras de comprensión y aliento sino con hechos concretos que reflejen el compromiso con sus derechos, también en tiempo de crisis.