El virus no es «nada». Es «vacío»

OPINIÓN

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03 may 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

I. La nada

Creer, suponer, que existe la nada es un error. El error no lo es por carencia intelectiva. Lo es solo porque no se ha echado un vistazo a la Física Teórica. La Mecánica Cuántica advierte que los bosones de Higgs (Peter Higgs dedujo estas subpartículas por la naturaleza de la masa) están por todas partes, y esta advertencia es la que nos impide escribir «El virus es nada» y nos obliga a negar doblemente: «El virus no es nada». En el lenguaje, este sustantivo (o adverbio, también pronombre) es de uso corriente: «la nada me abruma», «no es nada del otro mundo». Hoy ha cogido carrerilla el «para nada», en lugar de «en absoluto», mucho más pertinente, pero menos que «es lo que toca», «es lo que hay», convertido, como el «¿vale?», en una epidemia, en signo exasperante por expositor de vocabulario famélico. «Es lo que toca», «es lo que hay», debe hurtarse en favor de oraciones que denoten una ligera riqueza, del tipo «esta crisis no deja otra opción más que esta», «las circunstancias nos imponen sus leyes» (Ortega: «Yo soy yo y mis circunstancias»).

El virus, entonces, es algo. El COVID-19 (los lingüistas prefieren el femenino, la COVID-19, pero dan por bueno el masculino), al contener moléculas de carbono, semilleros de biomoléculas de muchos tipos indispensables para la vida, es. En principio, los virus no están capacitados para ser génicos. Los genes, trozos de instrucciones para construir proteínas con aminoácidos, los obtienen de las células que sí han conseguido ser autosuficientes, fabricar sus propios genes. Pero para un virus, como los de la familia de los coronavirus, ser un holgazán le trae cuenta, siempre que su astucia no sea menor que la de Odiseo (Odisea, Homero). Nosotros somos sus caballos. El de Troya sirvió para que los aqueos entraran en esta ciudad amurallada del Helesponto, impenetrable durante diez años de guerra (Ilíada, Homero). Los caballos Nosotros son los cuerpos donde se esconde el virus para entrar en la existencia.

II. El vacío

Los enlaces moleculares de carbono e hidrógeno son al vacío vírico lo que un estado de energía rayano al cero absoluto, la temperatura más baja que se puede alcanzar (0º Kelvin, -273º centígrados), es al vacío cósmico.

La Cosmología viaja sobre dos raíles. Uno, el de la Teoría Especial de la Relatividad. Otro, el de la Teoría General de la Relatividad. Ambos, requetesabido es, obra de Albert Einstein.

El primero de los raíles lo colocó en 1905-1906: E=mc2, ecuación por la que la materia se transforma en energía porque E es la energía de un objeto; m es su masa en reposo, y c2 es la velocidad de la luz al cuadrado. Un cuerpo no puede ni acercarse a la velocidad de la luz, que es de 300.000 Km/s (más exactamente 999.792 Km/s), porque su masa sería inconmensurable, donde la masa es una manifestación de la energía, energía en estado sólido, de aceptársenos la licencia, y, por tanto, la energía que se requeriría para mover esa masa, o energía compactada, tendría que ser infinita, en el sentido de que toda la energía del Cosmos todavía sería insuficiente.

En 1898 Marie Curie demostró cómo el radio se desintegraba para convertirse en radón, liberando energía en el proceso, pero la científica polaco-francesa no sabía por qué. Solo E=mc2 (aunque la primera parte de la Teoría Especial de la Relatividad fue publicada en 1905, esta fórmula lo fue en 1906) resolvía el interrogante. Es más, Einstein, que residía en Berna, calculó que una unidad de masa liberaría 90.000.000.000 unidades de energía.

Cuando empezó a extenderse por el planeta el coronavirus, con un potencial energético capaz de aniquilar a millones de personas, fue tachado de bicho inocuo, y aun negado, por sujetos con mando en plaza: Bolsonaro, que se dice Mesías, es un patógeno más mortífero que el COVD-19, y, concretando, un exterminador de las tribus amazónicas, al lado de los sujetos con mando en Ecuador, Bolivia, Perú, Colombia y Venezuela.

Pues al igual que con el coronavirus, la publicación de Einstein en 1905 pasó desapercibida para la comunidad científica. Los físicos tenían ante sí una teoría tan revolucionaria que ponía patas arriba la Mecánica Clásica de Newton, en la que el espacio y el tiempo eran absolutos. Que un desconocido, funcionario oscuro en una oficina, dijese que eran relativos, sonaba a voz de loco en el desierto. El coronavirus de 2019 tampoco es un loco. Es un cuerdo que acaba de hallar su hogar y no será fácil desahuciarle.   

El segundo raíl que Einstein puso en paralelo al primero, en 1915, fue incluso más transcendental, porque daba una explicación totalizadora del Universo que volvía a cuestionar el gran logro por el que Newton sería conocido: la gravedad. En 1687 Isaac Newton, recogiendo descripciones y formulaciones de Kepler y Galileo, dio a conocer la Ley de Gravitación Universal en los Principia, una de las obras cumbre de la humanidad. Esta ley establece que la atracción de dos cuerpos es proporcional a la masa de cada uno de ellos e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa.

Albert Einstein, ya catedrático en la Universidad Alemana de Praga, ahora fue nombrado director de Física en el Kaiser Wilhem Institute de Berlín, uno de los centros de investigación más prestigiosos, por el que aparecía poco porque se encerraba durante semanas en su buhardilla, donde apenas comía y dormía, en un estado mental y físico agónico. La luz (y el espacio y el tiempo) seguía orbitándole. Con la Teoría Especial de la Relatividad puso límites a su velocidad y, en el mismo año (1005), publicó un artículo: Un punto de vista heurístico sobre la producción y la transformación de la luz.

En este artículo, Einstein despejaba la incongruencia que cinco años atrás había supuesto Max Planck. Planck, uno de los físicos más destacados, halló que la luz no se proyectaba como un continuo, sino que se agrupaba en paquetes de partículas a los denominó cuantos (del latín quanta). Este hallazgo sin precedentes le incomodó porque revelaba que la luz era, al mismo tiempo, partícula y onda, y dejó la investigación. Para Planck, onda y partícula no casaban, no era propio de la naturaleza de la luz. Concluyó que solo se desprendían cuantos cuando la luz interaccionaba con la materia.

Einstein también se percató de que esta propiedad dual de la luz contravenía la Física Clásica, pero resolvió lo que para Planck era una incongruencia. Consideró, creando así la Nueva Física, que la luz estaba formada por conjuntos de partículas con masa cero cuando están en reposo: los cuantos, que más adelante se llamarían fotones (del griego phos, luz). Un fotón adquiere masa cuando alcanza la velocidad 300.000 Km/s, que no rebasa porque, precisamente, la masa se lo impide, conforme a su Teoría Especial de la Relatividad.

Pero, además, la luz tenía movimientos ondulatorios: la luz eran ondas con longitudes medibles, mediciones que llevó a cabo en siglo pasado Edwin Hubble, ratificando la hipótesis de que el Cosmos se estaba expandiendo (corrimiento de las galaxias hacia el espectro del infrarrojo). Planck y otros colegas del Kaiser Wilhem Institute no aceptaron la tesis de Einstein, hasta que, a partir de 1915, empezó a demostrarse empíricamente la Teoría General de la Relatividad.

El estado de agitación de Einstein en su buhardilla estaba, paralelamente, relacionado con las imperfecciones que apreciaba en la Ley de Gravitación Universal newtoniana, que, como pequeño ejemplo, no explicaba las irregularidades en la traslación de Mercurio alrededor del Sol. La gravedad, sostenía Einstein, no era una fuerza que actuaba sobre dos cuerpos, que decía Newton, sino un campo energético de la materia en sí, una energía gravitatoria que crecía al aumentar la cantidad de materia.

En conclusión (para limitar esta columna), Einstein estaba poniendo las bases matemáticas de una nueva dimensión, el espacio-tiempo, de un tejido que se curvaba ante la gravedad. Ese tejido era el Cosmos. Todo él. Y esta constatación fue la mayor proeza en Astrofísica.

La fama internacional que alcanzó no le llegaría a Einstein hasta 1919, y fue con la luz. La Teoría General de la Relatividad preveía que los rayos de una estrella se curvaban al encontrarse con un objeto masivo. Es decir, que el Sol curvaría la luz procedente de estrellas lejanas, tambaleándose otro de los predicados tenidos por firmes: la Geometría del Universo de Euclides (siglos IV y III a.C.). La línea recta no era la distancia más corta entre dos puntos. La distancia más corta era la línea curva que más se aproximaba a una masa, cuando esta se interponía entre el punto de emisión y el punto de recepción. El espacio era, pues, curvo.

La prueba no llegó hasta 1919 con un eclipse de Sol. En un eclipse, la luz del Sol deja de ocultar la luz de las estrellas porque el propio Sol queda oculto. El astrofísico británico Arthur Eddington se desplazó con un equipo de expertos al golfo de Guinea y fotografío el eclipse de 1919. Las fotografías mostraban cómo la luz de esas estrellas se curvaba al pasar cerca del Sol por el campo gravitatorio de este. Y con el espacio curvo, el tiempo también lo era: era imposible que fuese una línea más rápida. La Teoría General de la Relatividad acababa de ser demostrada. Otros experimentos posteriores, hasta el presente, en diferentes campos, la ratifican.

III. Lo micro y lo macro

Un estado de energía casi inerte está capacitado para ser un sistema con estructuras; esto es, con partículas. Un virus no encaja en el macrocosmos de la vida porque es un microcosmos todavía más micro que una arquea (uno de los tres dominios del árbol o arbusto de la vida, junto a las bacterias procariotas y las células eucariotas, de las que descendemos). El Universo, que es un macrocosmos, tampoco encaja en el micro microcosmos de un sistema energético cercano a los 0º Kelvin, que es el que había antes del comienzo del espacio-tiempo, siempre y cuando se dé por válida la teoría del Big Bang. El Gran Estallido sería consecuencia de una inflación desmesurada por la agitación (¿qué lo agitó?) del estado de energía primigenia del vacío en un espacio mínimo (¿el de la punta de un alfiler?).

La nueva Mecánica de Einstein explica todos los sucesos acaecidos durante los 13.800 millones de años que tiene el Universo (los cúmulos de gas y polvo, su concreción en galaxias, las estrellas, los sistemas planetarios, los agujeros negros), pero no lo que ocurrió en la trillonésima parte del segundo anterior, que es el campo de acción de la Física Cuántica (los elementos atómicos y subatómicos), incapaz asimismo de desenmarañar sucesos que nosotros entendemos irresolubles, y ello dando por cierta la inflación del vacío. Los físicos albergan esperanzas, que pasarían por una Teoría Cuántica de la Gravedad.

El virus, en cambio, que viaja por un solo raíl, no es menos singular que el tranvía en el que iba Einstein y que, cuando pasaba por el reloj de la torre medieval de Berna, le dio por cavilar qué hora marcaría de ir a la velocidad de la luz, deduciendo que el tiempo es relativo a la posición que ocupe el observador. El tiempo real no existe.

En efecto, como explicó en este mismo diario el microbiólogo César de la Fuente, el virus, que por sí mismo es candidato a daño, desarma al ejército que defiende el fortín (el cuerpo) para que otros monorraíles, las bacterias, lleguen a la estación central (pulmones), la colapsen en primera instancia, se entrechoquen a velocidades de AVE en las mesetas castellanas después y acaben derrumbando todo el edificio (infección generalizada, fallo multiorgánica).  

(Divulgación: Entre la abundantísima literatura de divulgación astrofísica, proponemos cuatro ensayos, dos referidos a Einstein y dos al Big Bang. Son estos: Albert Einstein, El significado de la relatividad. Sobre la teoría especial y la teoría general de la relatividad, Planeta-Agostini, Barcelona, 1985, 240 páginas; David Bodanis, E=mc2, Planeta, Barcelona, 2002, 357 páginas; Craig J. Hogan, El libro del Big Bang, Alianza, Madrid, 2005, 221 páginas; Steven Weinberg, Los tres primeros minutos del Universo, Salvat, Barcelona, 1993, 178 páginas; este librito de Weinberg, Premio Nobel de Física en 1979, es, entre los leídos o consultados por nosotros, uno de los más sencillos y, paralelamente, más envolventes. Para quien tenga interés en profundizar un poco más en el bosón de Higgs: La Partícula Divina, de Leon Lederman y Dick Teresi, Crítica, Barcelona, 1996, 391 páginas).

IV. La confesión   

Desde las líneas de tensión que nos sustentan, la Ética y la Moral no las aceptamos en su totalidad académica y, ni mucho menos, en el corsé kantiano. Correspondientemente, la idea platónica de Bien no nos sirve para enfrentarnos a la Idea de Mal que, en su desenvolvimiento material, estruja la Idea de Bien, la encoge al modo de una cabeza jibarizada.

Así pues, hemos de ser honestos con el lector y confesar que, de poder transformarnos en el COVID-19, pero con algún gen del raciocinio, que nos permita tener una cierta capacidad de voluntad, seríamos selectivos y letales, letales para cuantos encarnan el Mal Absoluto.

En este trance, acotar qué es el Mal Absoluto es imperativo. Recurrimos, como aproximación, al relato de Henry James (escritor excepcional que se adentraba a menudo en las inquietantes sombras de la mente) Otra vuelta de tuerca, que se recoge en la edición que manejamos, la de Espasa, Madrid, 2011, 366 páginas, con el título Daisy Miller, Otra vuelta de tuerca y otros relatos. En las páginas 123 y 124, el narrador escucha la historia de una “aparición espantosa a un niño mientras dormía en la habitación con su madre”. Quien va contar esta historia dice que “no es la primera manifestación (…) que yo tenga noticia que ha acaecido a un niño. Si el hecho del niño implica una vuelta de tuerca, ¿qué dirían si se tratara de dos niños?” “¡Decimos, naturalmente”, exclamó alguien, “que dos niños suponen dos vueltas!”.

Entonces, si el Mundo contiene a cientos y cientos de millones de personas despojados de cualesquiera de los atributos elementales que les son propios, reducidos por consiguiente a despojos (un niño, una vuelta de tuerca), ¿qué decir si, a las prácticas de sangrado de tantos y tantos insaciables de usura, inseparable de su ferocidad, a la vez inseparable de su encarnizado sadismo, sumamos incisiones más profundas en los cuerpos de los despojados en tiempo de pandemia? ¿Acaso no son dos niños, dos vueltas de tuerca?