Mascarillas

Francisco Ríos Álvarez
Francisco Ríos LA MIRADA EN LA LENGUA

OPINIÓN

Salas

16 may 2020 . Actualizado a las 10:23 h.

La calle es estos días un mar de mascarillas tras las que desfila el personal. El país comienza a superar el trauma colectivo de la escasez de estos protectores faciales, cuyo nombre nada tiene que ver con su elevado precio -un mancebo de botica guasón hablaba de «las más carillas»-, hoy ya atenuado por las leyes de la oferta, la demanda y la competencia.

Esos elementos con los que se cubre la parte inferior de la cara toman el nombre de los usados para tapar la otra mitad del rostro, las mascarillas que van desde la frente hasta el labio superior. «En la mascarilla negra / la niña blanca se emboza», dice el romance. De este diminutivo de máscara tenemos noticias escritas desde el siglo XVI, cuando ya la comedia del arte y el carnaval habían impulsado su difusión. De aquellos complementos que usaban damas y caballeros da cuenta Cervantes en La señora Cornelia (1613): «En esto, llegó la tropa de los caminantes, y entre ellos venía una mujer sobre una pía, vestida de camino y el rostro cubierto con una mascarilla, o por mejor encubrirse, o por guardarse del sol y del aire».

Inicialmente, mascarilla fue solo eso, una máscara pequeña, y así entró en la primera edición del diccionario de la Academia, de 1734. La siguiente acepción no llegó hasta la primera mitad del siglo XIX. Era la de ‘vaciado que se saca sobre el rostro, particularmente de un cadáver’. En Toledo conservan una de Napoleón, la de Franco y la de Ramón y Cajal. Hasta 1984 no se incorporó la ‘capa de productos cosméticos con que se cubre la cara’.

Faltaba la que seguramente emplea el lector, la ‘máscara que cubre la boca y la nariz para proteger de posibles agentes patógenos al que respira o a quien está cerca de él’. Los lexicógrafos de la RAE no bendijeron hasta 1992 esa pieza, creada un siglo antes por el cirujano Jan Mikulicz-Radecki, que instauró su uso, junto con el de guantes y gorro, en los quirófanos. Y basta ver las fotos de la gripe española del 1918 para constatar que ya entonces las mascarillas distaban de ser objetos insólitos. Posteriormente, aún apareció otra, con la que se administra oxígeno a los pacientes en los hospitales. De esta no hay rastro en el diccionario de la Academia, aunque sí está registrada en otros.

Pero lo que ahora urge es quitar la mascarilla, que es lo mismo que desenmascarar, a los que durante la pandemia montaron el lío con las importadas de China, a los que especularon con ellas, a los que las suministraron defectuosas y a los que se las regatearon a quienes las necesitaban.