La hipocresía como bandera

Marcos Martino
Marcos Martino REDACCIÓN

OPINIÓN

La manifestación convocada por Vox para protestar contra la gestión del Gobierno en la crisis provocada por la pandemia del nuevo coronavirus ha colapsado hoy el recorrido establecido para la marcha por el centro de Oviedo,
La manifestación convocada por Vox para protestar contra la gestión del Gobierno en la crisis provocada por la pandemia del nuevo coronavirus ha colapsado hoy el recorrido establecido para la marcha por el centro de Oviedo, Alberto Morante

27 may 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Un descapotable, el chófer, un megáfono y la bandera. Esos fueron los elementos definitorios de una escena de la que me cuesta descartar que no haya sido pergeñada por un medio satírico o por el activismo antisistema. Porque, lejos de dar sentido popular y patriótico a una protesta legítima, lo que hacía era simbolizar la abismal distancia entre los intereses de unos pocos que ven amenazados sus privilegios por un gobierno progresista (véase la enconada resistencia a la derogación de la última Reforma Laboral) y los de la mayoría, pagana de las consecuencias de la avaricia criminal de aquellos.

Sucedió que, entre las algaradas callejeras alentadas por la oposición ultranacionalista y nacionalcatólica para derribar al Gobierno y recuperar cuanto antes los resortes de la extracción indiscriminada de recursos, se vio a un opulento insurrecto sentado en el asiento trasero de un descapotable de lujo con chófer, bandera en ristre y megáfono en mano, clamando por la dimisión del Gobierno.

Tan grotesca y viral fue esta escena y lo que representa, que pareció obligar al líder de la oposición a esforzarse por convencernos poco después, desde la tribuna de oradores del Congreso, de que la lucha de clases cayó con el muro de Berlín. Esfuerzo vano cuando padecemos día a día el recrudecimiento de esa lucha. Ni siquiera hace falta que venga Warren Buffet, uno de los máximos exponentes de la oligarquía financiera mundial, a recordarnos que «hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando».

Están en su derecho de protestar contra el gobierno, ¡Vive Dios! Y no necesitamos su permiso para señalar que nunca se les ha visto protestar por la corrupción, las guerras ilegales, las deudas ilegítimas, la precarización de las condiciones laborales, o la privatización y desmantelamiento de la sanidad pública. Es la sanidad pública, junto con los demás servicios públicos, la que nos protege, en parte, del retorno a las peores consecuencias de la Revolución Industrial, o de que una pandemia convierta al país en territorio zombi. Es decir, no se manifiestan por la justicia social: por un desarrollo económico que impida que quienes más tienen abusen de la desesperación de los que menos tienen, retroalimentando de esa manera la desigual distribución de recursos y poder.

Agitando la bandera y gritando «libertad» pueden captar para su causa, además de a todos los nostálgicos de la militarizada ausencia de libertad, a cierta cantidad de indignados por una situación de grave incertidumbre de la que, tal vez, no tienen en consideración su carácter global y su origen, precisamente, en un sistema económico que se caracteriza por su codicia negligente. Pero no engañan a quienes reconocen en los beneficiarios de estos movimientos a los rentistas por la gracia del Caudillo, a los propietarios de quintas residencias en paraísos fiscales, o a los patronos que les hacen trabajar de más por el mínimo sueldo posible, que es otra forma de robar, aunque esté secularmente instaurada.

Los fundamentalistas de la ley de la selva económica nunca se han caracterizado por su empatía social. Es más, suelen exhibir una insultante aporofobia, lo que no deja de señalar la hipocresía inherente al componente religioso de este colectivo. No aceptan que «como el actuar moral del individuo se realiza en el cumplimiento del bien, así el actuar social alcanza su plenitud en la realización del bien común. El bien común se puede considerar como la dimensión social y comunitaria del bien moral», que no es una cita de un tratado marxista sino del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Católica. Tal vez por eso le genera tanto sarpullido cognitivo la «superioridad moral de la izquierda». Porque ya lo decía Platón «no establecemos la ciudad mirando a que una clase de gente sea especialmente feliz, sino para que lo sea en el mayor grado posible la ciudad toda».

¿Protestarían si tuviéramos como presidente a un autoritario negacionista del conocimiento científico poniendo en peligro la vida de la ciudadanía por anteponer la economía a la salud pública? ¿Es posible que lo que tengan en común los concernidos por la pregunta anterior sea un egoísmo exacerbado: «America first», «los españoles primero», «que no me toquen mi dinero»?

Hablando de descapotables de lujo y banderas de conveniencia, se puede ilustrar la relación inversa entre avaricia-egoísmo y empatía con un experimento. Recientemente, investigadores de la Universidad de Nevada (EEUU) concluyeron tras un estudio que la conducta de ceder el paso a peatones en un paso de cebra disminuye en un 3% por cada mil dólares de incremento en el precio del coche. Así que, cuando veas aparecer un descapotable de lujo, mejor no cruces la calle.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.