Sexualidad libre, amores diversos

Andrés Huergo REDACCIÓN

OPINIÓN

21 jun 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Quienes nacimos a principios de los años ochenta todavía tenemos una cierta memoria de lo diferente que era la sociedad española hace tan sólo veinticinco años, que en la cronología histórica es como si hubieran transcurrido unas pocas horas en nuestra vida.

No nos tocó vivir la represión franquista, ni nos multaron ni fuimos a la cárcel por ser nosotros mismos. Tuvimos la suerte de nacer en un país con leyes y costumbres bastante menos bárbaras. Pero asistimos a una escuela en la que, por ejemplo, la «educación sexual» (por llamarlo de alguna manera) se limitaba a darnos unas nociones de anatomía humana y a explicarnos cómo funciona el aparato reproductor masculino y femenino. Jamás en el colegio ni en el instituto se nos dio una sola charla sobre diversidad sexual ni sobre relaciones amorosas, cosa que habríamos agradecido.

En muchos casos, crecimos con vergüenza por sentir deseo hacia personas de nuestro mismo sexo; sin referentes sociales claramente visibles en los que sentirnos reconocidos y amparados respecto a nuestra forma de desear y amar.

En nuestra infancia y adolescencia, vivimos la peor época del VIH, cuando tantas personas comenzaban a morir y entonces el SIDA se asociaba a la homosexualidad como un estigma diabólico. Un comentario habitual en los bares, en las calles, en tantos lugares, era que «los maricones son unos degenerados».

El proceso personal de autoaceptación y visibilidad fue difícil para muchas personas. Nos habría gustado que las cosas hubieran sido más sencillas. Lo cual habría sido posible si hubiéramos nacido y nos hubiéramos educado en un entorno social más abierto, más respetuoso con todas las orientaciones sexuales, en el que la sexualidad no fuera un tema tabú, en el que tan natural fuese ver a un hombre y una mujer agarrados de la mano por la calle como ver a dos mujeres o a dos hombres.

Sacar adelante la ley de matrimonio igualitario, por si a alguno se le ha olvidado, levantó un gran revuelo en los sectores más conservadores del país. Para evitar que pudiéramos tener ese derecho, el PP presentó un recurso contra la ley ante el Tribunal Constitucional,? que éste resolvió en 2012, pronunciándose a favor de la misma. A mí, que por entonces estudiaba en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo, me tocó escuchar a algunos compañeros decir que la palabra «matrimonio» no era adecuada, que no estaban de acuerdo con la adopción... ¡Y eran estudiantes de Filosofía!

Eso fue en 2005. Hoy ya casi nadie niega la pertinencia del matrimonio entre personas del mismo sexo, incluidos muchos que lo rechazaban. La sociedad avanza así, pasito a pasito.

Pero es que hasta antes de ayer, como quien dice, la homofobia estaba completamente incrustada en la sociedad, y no sólo en los círculos sociales «de derechas», sino también en bastantes considerados «de izquierdas». No hace tanto, en los años setenta, personalidades tan emblemáticas del ámbito socialista y anarquista, como Tierno Galván y Federica Montseny, declaraban su aversión a los homosexuales en algunas entrevistas. El mito del macho obrero frente al marica amanerado alimentó el imaginario social de la izquierda durante largo tiempo. A algunos que pronto tuvimos simpatía por las ideas socialistas y libertarias, tal hecho nos partía en dos por la mitad.

Extirpar la homofobia en nuestro país ha costado muchos años de trabajo invisible, de pedagogía social desde todas partes: desde la ciencia, las asociaciones, los partidos políticos, el cine, la televisión, la música, la literatura, las escuelas, la ley… Aún no lo hemos conseguido del todo.

Porque venimos de donde venimos y eso no se cambia fácilmente de un día para otro. Seguimos en la estela de una tradición cultural histórica en la que, por influencia de la moral sexual religiosa, la homosexualidad ha sido considerada un pecado y un delito. Hasta el siglo XX, en muchos lugares de Europa la gente iba a la cárcel por sodomía.

Tenemos, hoy, que recordar todo esto para tener muy claro el panorama del que todavía estamos saliendo.

La normalización de la diversidad sexual es un proceso social que no se produce de forma espontánea ni se mantiene por inercia. Requiere esfuerzo, conocimiento, reflexión, visibilidad, educación desde muchos lugares. La moral sexual tradicional sigue gozando de un fuerte peso, tras muchos siglos de implantación, y no es fácil desprenderse de sus tentáculos. Romper con esa moral y sustituirla por otra conlleva un gran trabajo teórico y práctico.

Cuando veo que hoy muchos adolescentes o jóvenes de veintipocos años muestran abiertamente y con naturalidad sus preferencias amatorias, me alegro muchísimo. Eso hace que la vida de todos sea mucho más saludable. Me lleva a pensar que, aunque no hayamos terminado con otras muchas lacras sociales y no hayamos conseguido socializar los medios de producción, en lo relativo a la manera de vivir la sexualidad y el amor, sí hemos realizado al menos cierto «progreso moral».

Una vez desbordados los estrechos moldes de la normatividad tradicional, comenzamos a desvelar la verdadera naturaleza polimorfa de la sexualidad, disfrutando así de las posibilidades que dicha naturaleza nos brinda, tal como era el deseo de algunos anarquistas a finales del siglo XIX y principios del XX.

Sin embargo, percibimos desde hace tiempo movimientos reactivos. Que algunos representantes políticos pretendan legitimar las terapias para la cura de la homosexualidad, es motivo para que salten todas las alarmas. Eso nos indica que el nivel de apertura social por algún lado está bajando de nuevo. Y eso es preocupante. Porque de ahí a enviarnos otra vez al oprobio hay un paso.

Tal vez no seamos conscientes de qué fácil es volver hacia atrás y qué difícil, siquiera, mantener lo logrado. Dar fuerza a formaciones políticas que ofrecen cobertura a discursos patologizantes de la diversidad sexual puede causar un daño enorme. Porque ese pensamiento, además de apoyarse en falsedades anticientíficas que ya han sido desmontadas, conecta con otros muchos pensamientos, en una complicada red conceptual y axiológica que es la que llevamos arrastrando a lo largo de cientos de años: solo hay una sexualidad válida, lo demás es una anomalía, los anómalos han de tener un trato «desigual» (por tanto, no merecen iguales derechos), etc.

En la actualidad, en buena parte del planeta los actos homosexuales están perseguidos con castigos que van desde multas hasta cárcel y pena de muerte. Recientemente, hemos conocido por la prensa el caso de la egipcia Sarah Hegazy, quien se suicidó en su exilio en Canadá, no habiendo superado las secuelas psicológicas que le provocaron las torturas a las que fue sometida en Egipto, después de haber sido arrestada por exhibir la bandera arcoiris en un concierto. La agrupación política de izquierdas en la que militaba se puso de perfil y emitió un tibio comunicado al respecto cuando fue detenida. En un país en el que, como en tantos otros, la homofobia está implantada en todos los sectores de la sociedad, tratar de avanzar posiciones en defensa de la libre sexualidad puede tener un coste político muy elevado.

En multitud de lugares ahora mismo puede ocurrir que estén condenando a la muerte a un homosexual o que un adolescente quiera suicidarse por no poder soportar el sufrimiento que le infligen por amar a otro de su mismo sexo; por eso y por mucho más, merece la pena detenerse un momento a pensar lo lejos que estamos todavía de alcanzar algún día ese «lugar sobre el arcoíris», tal como cantaba Judy Garland en El mago de Oz: un mundo donde cada persona pueda amar libremente a la persona que desee, sin ser jamás maltratada, discriminada o rechazada por ello.

Apreciamos como un valioso bien la libertad de sentir y amar de formas diversas. Y no tenemos por qué renunciar ni a un ápice de lo alcanzado. No deberíamos olvidarlo.