Los estudios clásicos y lo que está pasando

OPINIÓN

18 jul 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

La mayoría de la gente no se comería un trozo de tortilla que se le hubiera caído en el suelo de la sidrería. Es una decisión difícil de justificar. Si lo recogiéramos del suelo y lo comiéramos no notaríamos variación en su sabor y ni tendría efecto sobre nuestra salud. Solo los remilgos nos hacen desdeñarlo, no hay ninguna razón práctica. Además de comer el trozo del suelo podríamos decidir no lavarnos las manos ese día ni el siguiente. Y no nos ocurriría nada, de nuevo es difícil explicar por qué nos lavamos las manos antes de cada comida, cuando nunca nos pasaría nada si no lo hiciéramos. La higiene es una de esas cosas en que los actos particulares no tienen utilidad y lo trascendente sucede solo por acumulación. Ningún acto de higiene sirve para nada, pero la acumulación de descuidos (comer reiteradamente comida rebozada en el suelo y no lavarse nunca las manos) produce enfermedades, mientras que la acumulación de cuidados protege de ellas. En estos casos, como cada acto particular es irrelevante, hay que acostumbrarse a hacer ciertas cosas simplemente porque es lo correcto y no por su efecto práctico inmediato. En la enseñanza casi todo es como en la higiene. No hay ningún día, ninguna clase, ninguna asignatura decisivos en la formación de la gente y en el bienestar del país. La enseñanza solo ayuda a la felicidad de las personas y a la prosperidad del país por acumulación de aciertos de uno en uno inútiles. La educación solo es un éxito a base de hacer lo correcto.

Lo que importa de la eliminación de las lenguas y cultura clásicas de la enseñanza no son las consecuencias prácticas inmediatas que tendrá tal decisión, sino si eso es hacer lo correcto. Los esfuerzos y los recursos deben destinarse a lo que resulte útil, pero no a lo que sea inmediatamente útil. Los propósitos más audaces requieren procesos complejos que encadenan tareas inútiles de una en una, y que solo son valiosos en conjunto. Las máquinas hacían muchas cosas con palancas y botones que provocaban efectos útiles inmediatos: pulsando un botón o moviendo una manivela sucedía algo beneficioso. Turing concibió una máquina en la que se pulsaban muchos botones y no ocurría nada de provecho. No estaba loco. Era la primera vez que se conjeturaba una máquina que no servía para hacer siempre lo mismo, como el botón de una cafetera que solo puede dar café todas las veces que se pulse. A la máquina de Turing le podíamos definir la función que quisiéramos y con los mismos botones hacía cosas muy distintas. En eso consiste que una máquina sea programable e indefinidamente adaptable. Y a eso se llega cuando se encadenan procesos complejos sin obligarse a que tenga un efecto práctico cada línea de programación. En la Universidad a veces la ansiedad de lo útil llega a superstición. Hay que especificar para cada asignatura cómo contribuye a alguna competencia profesional. Una historiografía gramatical puede ser provechosa en una carrera con utilidad para el mundo de la comunicación, por ejemplo, pero la asignatura en sí no está asociada con esos oficios. Hubo incluso algún documento que pedía competencias profesionales en cada tema de cada asignatura. Cosas tan sencillas como la higiene nos deberían tener acostumbrados a que la utilidad se deriva muchas veces de la acumulación de actos inútiles pero correctos.

Todos damos sentido a las cosas y lo hacemos contextualizándolas, y el contexto incluye el pasado, procesos en curso que se iniciaron en otros momentos. No son solo las personas cultas y reflexivas las que miran al pasado para entender el presente como un proceso en curso. Eso lo hace todo el mundo. Deberíamos haber aprendido que siempre nos van a mostrar el presente y proponer el futuro a partir de un pasado y que solo hay dos posibilidades: o estudiamos y comprendemos ese pasado o nos lo inventan los charlatanes y los ignorantes. Conocido o inventado, pasado va a haber siempre para dar sentido a las cosas. Las identidades colectivas son un material inflamable y propenso a la toxicidad, pero la única manera de que el paso de las generaciones deje sabiduría es que haya referencias compartidas, enseñanzas de los episodios que condujeron a lo que somos y conocimiento, lectura y contemplación de manifestaciones en algún sentido ejemplares (sin hagiografías mitómanas que muchas veces solo cuelan impurezas; lo admirable de Einstein es la teoría de la relatividad y de Cervantes su literatura, nada más). Las lenguas y la cultura clásicas se estudian en asignaturas tan inútiles como todas las partes de los procesos complejos tomadas de una en una, pero valiosas como pocas en su contribución a ese conjunto de saberes que por acumulación sí cambian para bien a los individuos y a las colectividades.

El conocimiento de la cultura clásica da volumen y sentido a nuestra historia, nuestras referencias comunes y nuestro lenguaje. No solo son esas pequeñas cosas que permiten asociaciones insospechadas entre «caldo» y «chófer», porque el «calidum» del que procede el caldo es también de donde procede el «chaud» francés y de un derivado suyo el «chauffeur», el maquinista del tren por lo que tenía de fogonero, y que pronunciado a nuestra manera acabó siendo el chófer. Jordi Balló y Xavier Pérez mostraron de manera muy amena en La semilla inmortal cómo tantas películas de culto o de gran público son metástasis de temas ya tratados en los libros clásicos, ecos diferentes del mismo tintineo. El arte, la historia, el pensamiento y hasta el derecho cobran un sentido más amplio vistos desde su fuente. No olvidemos para qué sirve todo esto si hubiéramos de decirlo con el menor número de palabras: para que el paso del tiempo nos haga más sabios y las generaciones no pasen en balde, para que hagamos máquinas más sofisticadas a partir de la visión de Turing y para que no repitamos la Guerra Mundial o la Guerra Civil.

La progresiva poda cultural y pérdida de materiales para la interpretación y comprensión del pasado, al que nos debemos y que nos explica, infantiliza a la población hasta dejarla en ese nivel en que ya se hacen visibles Pablo Motos o Ana Rosa Quintana como intérpretes del momento. Los niños y una población asimilada a ellos son vulnerables a estridencias y picos emocionales y la ausencia de materiales de análisis y contextualización resecan la imagen del presente, hasta llegar a ese punto en que el nombre de un país se convierte en onomatopeya y bramido y la bandera en un pedrusco arrojadizo. Es fácil quitar el latín, no lavarse las manos y ver que no pasa nada. Llevan haciéndolo los gobiernos desde los años ochenta. Francisco Rodríguez Adrados dice en La Tercera del ABC que los socialistas son la plaga que corroyó la cultura clásica y las humanidades. Pura obcecación ideológica. El problema es más amplio. Basta leer el preámbulo de la ley de educación de Wert y de echar un vistazo a los criterios del informe PISA para comprender que el problema es mayor que la cortedad de gobiernos socialistas. Y sus efectos también.

¿Y qué aportan el conocimiento del griego, del latín y de la cultura clásica a que la convivencia del país tenga esa altura en la que no se ve a Pablo Motos de tan pequeño, a que la participación de la gente en la vida pública sea la propia de adultos cultos a la vez adaptables y resistentes, a la felicidad individual y a la calidad de vida colectiva? Lo mismo que lavarme las manos aporta a mi salud: poca cosa. La grandeza de los procesos complejos está en el conjunto que se consigue por acumulación. La enseñanza media debería familiarizar a la población con la cultura y las lenguas clásicas por la razón suprema por la que hacemos las mejores cosas. Porque es lo correcto.