El adiós más difícil

Marcos Martino
Marcos Martino REDACCIÓN

OPINIÓN

19 jul 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde hace un tiempo me viene a la cabeza recurrentemente la primera frase de «La tempestad», una novela de Juan Manuel de Prada que leí hace unos 20 años y de la que solo recuerdo bien el inicio. O eso creía, porque he vuelto a revisitarla estos días y he comprobado que mi recuerdo no era literal, sino una adaptación a mis circunstancias personales. La frase, reinterpretada, dice así: «Es difícil y obsceno rehuir la mirada de un moribundo, pero más difícil aún es sostenerla e intentar leer en ella un mensaje que no puede llegar de otra manera». Hoy puedo añadir: «Y es aún más difícil mantenerla si la moribunda es la persona que te ha dado la vida y te ha querido y protegido desde el primer hasta el último día».

Ver morir a mi madre, así como ver nacer a mi segundo hijo (con el primero no tuve oportunidad), en tiempos de simulaciones y abotargamiento cibernético, han sido las experiencias que más me han conmovido, sin comparación posible. No me atrevo siquiera a imaginar el dolor de ver morir a un hijo.

A diferencia de lo que ocurrió con nuestro padre, que se fue de forma abrupta desde un quirófano, de nuestra madre pudimos despedirnos en casa, mis hermanas y yo, sosteniéndole la última mirada y las manos. 

Unas manos, doloridas en los últimos años, que pasaron por el teatro y la costura, de manufacturera mientras fue una migrante de esas que aquí los necios desprecian y que en Alemania se hizo merecedora de un exquisito respeto de vecinos y jefes. Y manos de una reconocida creatividad en el arte floral que le proporcionó, tal vez, un nivel de autorrealización que la hija del cartero rural no podía imaginar en su Galicia natal. Unas manos, en definitiva, de trabajo y de cuidados, de cariño y de protección.

Una madre que se entregó a la abnegación exigida a las mujeres de su generación, sin quejarse y a conciencia pues cultivaba, y así nos lo inculcó, la voluntad de ayudar. Fue una de esas mujeres de jornada sin fin y sin retribución de la que no quiero decir que era infatigable porque eso sería encubrir un sacrificio que tuvo un coste cuyo alcance desconocemos. 

Veo en ella lo que la atávica cultura de la subordinación de la mujer al hombre sigue queriendo ocultar: su papel en el sostenimiento de la vida, sin el cual todo lo demás no es posible. Como si el castigo a Eva por sucumbir al engaño de la serpiente, haber comido el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal y, a su vez, haber tentado a Adán, no solo fuera real y siguiera vigente en los partos dolorosos y la eterna sumisión al hombre con la sobreentendida asunción de la crianza de la prole y el mantenimiento del hogar. Si no que, además, en la actualidad, el castigo se extiende, en el caso de las más necesitadas y las más osadas, a una infame lucha contra la discriminación en su realización profesional. Por más que haya excepciones y algunas aparentemente «eximidas» a cambio de un colaboracionismo grosero.

Sé que no fue de las más desafortunadas; pudo vivir un retiro sin carencias materiales, pero con una importante carencia vital: no poder compartir ese tiempo con su compañero de vida, con nuestro padre.

Quiero hacer público mi agradecimiento por la entrega de ambos como progenitores, con sus errores y limitaciones. Sé que hemos sido su prioridad en la vida, y eso es algo que trasciende su ausencia. Confío en que podamos transmitir, con el ejemplo, un reflejo reconocible de sus mejores cualidades y valores. 

Y queremos creer que ahora están bien, juntos, como y donde quisieron, en la aldeína a los pies de la Pica Ten, custodiada por las peñas Niajo y Beza: en el paraíso. Así como esperamos que el mensaje de esa última mirada de mi madre sea que se marcha en paz y satisfecha con su vida.

A nosotros nos queda vivir un tiempo en el que habremos de convertir su ausencia física en presencia inspiradora, con la esperanza de que tras la tempestad del duelo llegue la calma del recuerdo agradecido.

Adiós, mamá.