La historia de Hiroshima y Nagasaki

OPINIÓN

DAI KUROKAWA | Efe

08 ago 2020 . Actualizado a las 12:43 h.

Las nuevas generaciones apenas conocen la historia de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de agosto de 1945), cuyo 75 aniversario estamos celebrando. Y no la conocen porque, a pesar de que hablamos de ellos todos los años, lo que ahora contamos no es su historia, sino la memoria histórica que hemos construido. Y esa memoria está a punto de hacernos olvidar que, de los cien millones de muertos contabilizados en la Segunda Guerra Mundial, solamente el 0,12 % murieron por efecto de las bombas atómicas, y que el resto fueron masacrados con explosivos corrientes y baratos, con gases venenosos, con presidios inhumanos, por enfermedades y hambrunas masivas, fusilados, ahorcados, quemados, despanzurrados o ametrallados en los frentes, o asfixiados en los trenes que los llevaban a los campos de exterminio.

Por eso, porque es posible que los japoneses no sepan que el bombardeo de Dresde o el arrase de Varsovia causaron -sin desintegrar un solo átomo- más muertos que las dos famosas bombas, estamos a punto de olvidar tres cosas fundamentales. 1.-Que la muerte es solo muerte, y que no hay mucha diferencia entre que te desintegre una bomba atómica o te entre por la ventana una bomba volante. 2.- Que es muy fácil trasladar la responsabilidad de Hiroshima y Nagasaki a los americanos, si no explicamos cada año en qué consistió aquella terrorífica guerra, y qué papel cumplió en ella el fascismo imperialista nipón. 3.- Que la causa determinante de la muerte es la guerra, porque las bombas, las balas, los carros de combate, los gases, los fungueiros, los trabajos forzados y el hambre solo son los instrumentos que usan, para matar, todos los bandos en guerra.

Conociendo la historia de la guerra del Pacífico, y del papel que tuvieron en ella los japoneses, resulta incomprensible que estemos a punto de considerar más mártires a las ciudades japonesas que a otras ciudades como Varsovia, Dresde, Stalingrado, Leningrado, Berlín, Róterdam y tantas otras que, en vez de ser arrasadas en un segundo, lo fueron, durante meses, con crueldad inigualable. Por eso pido que dejemos de pugnar por las coronas del martirio, para luchar contra la realidad de la guerra, contra sus masacres inhumanas, y contra los millones de muertes estúpidamente heroicas.

Los discursos de los alcaldes de Hiroshima, el de este año especialmente, me están sonando a protagonismo macabro, como si la manera de matar fuese más importante que la muerte misma, o como si las actitudes que adoptan los países, como consecuencia de sus megalomanías y ambiciones, no tuviesen nada que ver con las consecuencias desgraciadas de los acontecimientos locales. Me duelen mucho, y me aterrorizan más, las historias de Hiroshima y Nagasaki. Pero no por eso estoy dispuesto a creer que los actos de guerra que ejecutaron los Estados Unidos sobre ambas ciudades convierten a los americanos en verdugos y a los japoneses en víctimas. Porque la memoria histórica oscurece y abruma la historia, pero no la puede aniquilar.