Rinoceronte

OPINIÓN

BASILIO BELLO

11 ago 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Vamos a ver por cuánto tiempo se prolonga la crisis sanitaria, zarandeados como estamos por noticias dispares, entre la esperanza de una vacuna efectiva, una minoración de la gravedad de la enfermedad y una mejora del tratamiento, por un lado, y, por otro, los presagios sombríos de un tiempo prolongado de inmersión en la distopía, que sería apenas incipiente. Entre tanto, las autoridades autonómicas que, en toda España, han introducido la obligatoriedad de la mascarilla (con algunos matices según el territorio y con dudoso soporte legal fuera del estado de alarma), ya han conseguido el efecto, evidentemente buscado, de hacer omnipresente y plástica la crisis sanitaria en todos los rincones. Es una experiencia singular de este país (otros muchos limitan la obligatoriedad a los espacios cerrados o transportes públicos) cuyos efectos sociales y sanitarios están por determinar, pero que, por el momento, no han impedido los rebrotes ni mitigado, antes al contrario, el clima de ansiedad.

A mediados de febrero, cuando, con base (luego revelada como errónea) en las experiencias de alertas sanitarias globales recientes, aún se relativizaba el posible impacto de la pandemia, compré una mascarilla para cada miembro de mi familia (una FPP2 con válvula, que, ahora que estamos habituados a estas technicalities, de aquella ignoradas, resulta desaconsejable) porque, lejos del ensimismamiento que preside en España los debates públicos, estaba al tanto por los medios internacionales, que sigo por mi trabajo, de la rápida progresión de la enfermedad en China, Irán, Corea del Sur e Italia, algo que vaticinaba que esto sería más grave y extendido que el SARS de 2003. Evidentemente, no se tenía ni idea de que la propagación de la Covid-19 en instituciones residenciales y centros sanitarios pillaría a sus profesionales desprotegidos en muchos casos, hasta dejar la friolera de más de 53.000 trabajadores de la salud contagiados (el 17% del total de infectados) y 63 de ellos fallecidos hasta ahora, uno de los verdaderos agujeros negros de la difícil gestión de esta tormenta. Y tampoco se sabía que, durante las primeras semanas del torbellino, no pocas empresas de servicios esenciales se las verían y desearían para conseguir equipos de protección para su personal, apañándoselas de cualquier modo (desinfección en hornos incluida), aunque, ahora, el mismo poder público, incapaz entonces de ofrecer medios, persiga incumplimientos sucedidos en aquellas fechas como si hubiera existido abundancia de recursos en el mercado.

Seis meses después, de la trivialización de la protección individual se ha pasado, en movimiento pendular, a un verdadero frenesí, en el que las policías compiten en la imposición de multas a quienes no usen la mascarilla, se fomenta el control recíproco sin miramientos y te la tienes que poner no para protegerte a ti y a los demás en espacios sin suficiente ventilación o con dificultades para mantener la distancia social (lo que es por supuesto recomendable), sino en toda circunstancia, para hacer profesión de fe y evitar el reproche de los que se han erigido en guardianes del nuevo credo. Da igual que, incluso, la Resolución de 14 de julio de 2020 que, por poner el caso de Asturias, establece la obligación de llevarla, exima de ello a quien tenga padecimientos que desaconsejen el uso de la mascarilla (que no son pocos); sufrirán el castigo de las «retinas reticentes», que diría Ángel González, hasta el punto de retraerse en su salida de casa, como está tristemente sucediendo. No importa si un niño está con su bicicleta o patinete en la calle, o corriendo por el parque (su forma de hacer deporte, prueben si no a hacerlo ustedes, y por ello situación también exenta), algún cretino se sentirá autorizado a decirle algo a sus padres o incluso al crío. Vete tu explicarle a quien te afea no llevarla en una camino rural que no es obligatorio si no hay aglomeración, ni, desde luego, necesario en pleno bosque y que el senderismo también es una práctica deportiva (no digamos en camino pindio), cuando lo que ve en su paranoia es la peste negra reflejada en tu semblante descubierto, aunque te hayas apartado convenientemente de su camino. O si resulta que un trabajador lleva horas en su puesto, en un supermercado o en una oficina sin ventilación natural (porque los arquitectos de las últimas décadas parece que consideraron la ventana un objeto arcaico, como ahora reparamos, sobre todo en edificios públicos), y quiere tomarse un respiro unos minutos sin la mascarilla, ya vendrá algún fanático con el primer insulto a mano; traten de explicarle sin éxito que les duele la garganta de respirar durante horas el mismo aire viciado o de que, simplemente, nuestra condición humana exige una pausa de este verdadero castigo de esta época oscura.

Alguna gente, enemigos, por su pavor o por su inquina, de la convivencia más elemental, se encuentra en su salsa, convenientemente amparados por determinados discursos públicos, cuyos autores no son conscientes del daño que causan las palabras poco medidas. Regañinas que también minan la confianza en los demás, tan necesaria en estos tiempos, agravando el problema de la minoría que pasa de cualquier protección, porque los extremos se tocan y se retroalimentan. Llama a su vez la atención la imagen de representantes públicos embozados desde atriles en actos públicos o en posados fotográficos, incluso al aire libre, cuando se puede respetar la distancia de seguridad. Pretendiendo dar ejemplo, acaban atizando la caldera del miedo, intensificando la espiral de inquietud, ya pasada de rosca y suficientemente interiorizada. Si la cara es el espejo del alma, ocultarla cuando no es necesario, o mudarla por una tela con una consigna, una bandera o un distintivo de marca, es agravar la deshumanización y hacerla moneda común, parte de nuestra nueva y empobrecida identidad. Por otra parte, los comparecientes acaban pareciéndose los unos a los otros, al estilo del agente Smith ahora enmascarado, y apenas hay forma de distinguirlos en las fotografías cuando se suman varios (por cierto, muy juntinos muchas veces), supongo que para desesperación del periodista. A la postre me recuerdan a Shelby Forthright, el CEO de Buy n Large y presidente global de facto, llamando desde su púlpito a la evacuación final de la Tierra contaminada en Wall-E; esperemos que esta vez nos aguarde un desenlace mejor sin necesidad de crucero estelar de por medio.

La mascarilla es, como han dicho reiteradamente los responsables de salud pública, una forma de protección, que procede seguir racionalmente, por uno mismo y por todos. Llevarla cuando es necesario ayuda, sin duda, en el esfuerzo de que las cosas (desde las escuelas a los tajos, pasando, desde luego, por cierta actividad social y cultural) vuelvan medianamente a funcionar, porque de lo contrario, sencillamente, nos hundimos. Pero no es un fetiche al que rendir culto admitiendo acríticamente sus servidumbres o convirtiéndola en una prenda cuqui más en el culmen del feísmo, porque es un producto sanitario. Tampoco es un amuleto que por arte de magia acabe con la pandemia, como hemos visto y como era esperable, aunque no minusvaloremos su importancia. Es un sinsentido hacer de ella una prueba de estatus ciudadano, midiendo a las personas por el grado de intensidad con la que utilicen en todo momento, entre bocado y bocado en una terraza, en la playa aunque haya espacio, incluso en el propio baño de mar (¡visto en este periodo!), de paseo en el monte, en una calle vacía de un barrio desertificado a las 7:30 am camino del trabajo o poniéndosela a pequeños que apenas acaban de echar a andar. Y, sobre todo, su obligatoriedad actual, que debería durar lo menos posible y flexibilizarse en cuanto sea factible como todas las medidas excepcionales vigentes, no es la excusa para establecer un juicio popular sumarísimo entre conciudadanos, todos sentados encima de un polvorín social con la susceptibilidad a flor de piel. A menos que, como en la pieza de Ionesco que da título a estas líneas, admitamos nuestra conversión en otra especie, dotada de la fuerza para embestir. La protuberancia ya la tenemos puesta.