Todo lo importante se quiere secreto (La falsedad de los discursos políticos)

Ángel Aznárez
Ángel Aznárez REDACCIÓN

OPINIÓN

Felipe VI y el rey emérito Juan Carlos en la entrega de los premios nacionales del deporte, en el 2017
Felipe VI y el rey emérito Juan Carlos en la entrega de los premios nacionales del deporte, en el 2017 Emilio Naranjo | EFE

19 ago 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

«El discurso político es ese lugar por excelencia de juego de máscaras. Toda palabra pronunciada en el campo político debe ser tomada a la vez por lo que dice y por lo que no dice». 

Patrick Charaudeau, El discurso político.

Quince días ha durado la incógnita del destino del Rey Emérito, una vez sabido que había salido de España (desde el 3 al 17 de agosto del desgraciado 2020). Él  consideró su salida como un «paréntesis». Podemos decir que aquella marcha, desde el punto de vista sustancial, fue torpe, ingenua y precipitada, pues, como se verá en días a venir, la pretensión de cortafuegos es inútil. Además, desde el punto de vista de la comunicación política, hasta un comentarista tan poco sospechoso de lo monárquico como es Ignacio Camacho, en el ABC del 9 de agosto, escribió: «La salida o extrañamiento de Don Juan Carlos ha sido una calamitosa operación de comunicación política». La Casa Real ignora mucho, entre ello, la excepcional obra de Patrick Charaudeau El discurso político. Las máscaras y el poder, editada por Vuibert en 2005. 

Talmente pareció que la salida del Rey Emérito fue cosa de dos, de él y de su hijo Felipe VI, siendo a este efecto muy reveladora la carta de Juan Carlos I dirigida a Felipe VI. Resultó que la figura del Presidente de Gobierno era como un tercero, extraño a los acontecimientos de familia, lo cual es un disparate desde todos los puntos de vista, excluyéndose la intervención, acaso necesaria, de otros poderes constituidos. Hay que ser ignorante para no saber que el Emérito Rey no es un privatus ciudadano, pues es Rey y pertenece a la familia real, estando en la línea de Sucesión. Muy pronto, el 8 de agosto, lo aclaró Pedro Cruz Villalón en El País, si bien de manera suave y delicada, como para evitar escozores, incluidos los de los llamados «constitucionalistas». Además, no es creíble una aparente lejanía del Jefe de Gobierno respecto a la Jefatura del Estado, demasiado importante esta última para dejarla en ciertas manos, visto lo visto. Todo este «tiberio» lo hubiese resuelto Rubalcaba de otra manera y magistral, como lo último que hizo, pasando in extremis lo del padre al hijo. 

Pero no debemos equivocarnos ni dejar que nos equivoquen. El problema no es saber cuál es el destino del Rey Emérito; al pueblo español, único titular de la soberanía nacional, según la tan «cacareada» Constitución de 1978, le interesa saber y tiene derecho a conocer, si la salida de España del Emérito, fue asunto de dos, de él y su hijo, o de tres, sumados a los anteriores el Presidente de Gobierno. ¿Cuál fue la intervención de cada uno? Sabemos poco y lo poco que sabemos es confuso, lo cual es muy grave, pues en la «picota» están las dos más altas magistraturas del Estado. La acaso pretensión del Presidente de Gobierno, de que el asunto no le toque o roce, sólo puede tener su fuente en el error o el desconocimiento. Y nosotros, saber lo que pasó, no podemos saber qué equivocación y qué responsabilidades hay en la decisión o decisiones, pareciendo seguro que se hizo mal.

Un periódico confesionalmente monárquico informó el 6 de Agosto (página 16) lo siguiente: «Si el Gobierno de Sánchez no hubiera pedido más medidas contra él, Don Juan Carlos no habría tenido que irse de España este verano». El 9 de agosto se informó en el mismo diario de lo siguiente (página 20): «El Gobierno presionó al Rey, el Rey trasladó las presiones a su padre y don Juan Carlos tomó su propia decisión, no abandonaría el Palacio de la Zarzuela, como Pedro Sánchez pedía, sino que se iría de España por un tiempo sin definir». El periodista Ignacio Camacho, en la página 13, del ABC escribió también el 9 de agosto: «La presión explícita de Pedro Sánchez ha forzado a Felipe IV a tomar una medida trascendental sin un cálculo eficaz de sus efectos y, sobre todo, sin disponer del control de los tiempos». 

En El País, 11 de agosto, Xavier Vidal-Folch escribe: «Porque fue esta (Zarzuela) quien impulsó la decisión, pactó con el ex monarca y endosó sus explicaciones en un comunicado oficial». En ese mismo periódico, el 16 de agosto, se dice: «La salida de España de Juan Carlos I…no fue fruto de una negociación entre la Casa del Rey y el Gobierno, según aseguran fuentes del Ejecutivo. Estas sostienen que Felipe VI tomó las decisiones de acuerdo con su padre y después se las comunicó al Presidente, Pedro Sánchez, quien las aceptó y se comprometió a respetarlas. Sánchez habría preferido que Juan Carlos I no saliera del país, sino de solo de La Zarzuela, pero no hubo negociación como tal, insisten en La Moncloa».          

De la lectura de los últimos párrafos resulta un grandioso engaño, tratando de esconder lo realmente acaecido. Nuevamente el poder político se sirve del secreto para esconder lo acontecido, prueba nueva de lo que se calificó de «obsesión enfermiza por el secreto», muy propio de esos asesores de imagen que cobran de quien sea, de la derecha o de la izquierda, como los Pilhan, Seguéla o Redondo. Gracias a Maquiavelo, por primera vez, los secretos del poder se revelaron al mundo y gracias a él sabemos que es imposible gobernar con transparencia, que es de reclamación únicamente cuando se está en la oposición. 

La reivindicación de transparencia puede ser, según el pensador florentino, arte para conquistar el poder, pero de ninguna manera es arte para conservar el poder. Y todo cuanto más secreto y escondido mejor, para ser así como dios Deus absconditus, con muchos policías y demás, todos muy secretos hasta que dejan de serlo, descubriéndose el «pringue» y los pringados. El Poder quiere ver y escuchar todo y el poder quiere que se sepa de él lo necesario para engañar.  

Con tanta protección y secreto, es explicable que en la Política abunden tanto los narcisistas y neuróticos. Esos locos que nos gobiernan, que tituló un ilustre psiquiatra, y es que muchas patologías de sexo y de dinero son eso, cosa de locos. No es extraño que los gobernantes tengan que vivir, apartados, en esas casas de locos que son los palacios; y para palacios, los de Borges, que siempre tienen una estancia principal o laberinto, ante el cual el ciego poeta aconsejaba «No aguardes la embestidas del toro que es un hombre y cuya extraña forma plural da horror a la maraña de interminable piedra entretejida».