La inmunidad de rebaño y la desbandada

Gaspar Llamazares
Gaspar Llamazares REDACCIÓN

OPINIÓN

02 sep 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

No es verdad que seamos los peores

«En el fondo, continúa el pulso entre la aceptación y la negación de la situación de pandemia, que luego ha dado lugar a la dialéctica más elaborada entre la estrategia de salud pública de contención y mitigación de la transmisión del virus y la economicista de «dejar hacer» a la inmunidad de rebaño».

Está de moda preguntarse por qué nuestras cifras de incidencia acumulada de la covid19 son de nuevo de las más altas en el contexto europeo. Una nueva oportunidad para culparnos y fustigarnos.

Para unos se trata solamente de munición contra la gestión del gobierno, al que desautorizan de nefasto por una gestión que califican como la peor del mundo. Así lo han venido haciendo desde el inicio de la pandemia e incluso antes, desde la moción de censura, desde las últimas elecciones y con la conformación del gobierno de izquierdas. La política de deslegitimación y desestabilización, que a pesar de los últimos gestos de moderación, todavía continúa.

Como si todo en la pandemia dependiese de la gestión, y desde el a priori de que quién mejor gestiona es la derecha y que a la izquierda la pierde la ideología. La movilización del 8 de marzo sería su más evidente demostración. Sin embargo, resulta evidente que, una vez desencadenada la pandemia, la gestión es importante, pero sólo una parte más de la respuesta.

Sobre todo, porque una pandemia se denomina así por su carácter de epidemia global, y en consecuencia la gobernanza, la gestión y finalmente la evaluación deben ser también global, si no se quiere fracasar precisamente por ser interesadamente parciales. Por eso es necesario diferenciar la evaluación y el control político estatales de la auditoría final, que debe ser compartida e internacional.

Para otros, la pandemia es de nuevo la ocasión para situarse en un plano supuestamente objetivo desde el que sacudirle estopa a la subjetividad de los políticos, por definición dogmáticos e incapaces. Unos lo hacen desde el púlpito de la superioridad técnica y otros desde una inexistente neutralidad, al margen de la política, eludiendo la novedad y la complejidad de la pandemia, la incertidumbre científica y los condicionantes de las decisiones de los gobiernos. La vieja y conocida antipolítica.

Hay también quien aprovecha la ocasión para cuestionar el conjunto del sistema político español, el modelo de Estado o directamente la eficacia de la democracia. En este caso, la pandemia solo sería un experimento límite o un test de estrés para ratificar lo que ya se consideraba demostrado desde mucho antes, bien desde posiciones antisistema, de uno u otro signo, o por el contrario desde la nostalgia autoritaria, también plural.

Una posición que proviene fundamentalmente de los populismos y supremacismos, en sus distintas variantes, cuyo argumento preferido es atribuir al otro toda la responsabilidad, sea este el enemigo interno o el extranjero, y que entronca con el discurso del miedo y el chivo expiatorio tan habituales en las catástrofes y las plagas.

Tampoco salimos mejores ni más fuertes, no es verdad. Una parte mayoritaria de la ciudadanía ha ejercido la responsabilidad y la solidaridad, es cierto. Hay, sin embargo, otra parte que no está dispuesta a condicionar su libertad personal a la salud colectiva. En todas las pandemias ha habido quien ha adoptado la posición de la negación y la huida. Véase 'La Peste' de Camus.

En definitiva, tratamos de obtener repuestas simples a problemas complejos y con ello caemos en la simplificación del prejuicio, cuando no de la teoría de la conspiración, para a continuación recurrir al cabeza de turco. Los malos son los otros o el mal proviene de lo desconocido y oculto.

Caemos con ello de nuevo en la misma actitud pretenciosa y de superioridad que nos ha llevado tantas veces a la ceguera al inicio de las pandemias: la complacencia y el exceso de confianza en el conocimiento, el nivel de desarrollo propio y en lo nuestro, y en consecuencia al menosprecio del otro y de lo que consideramos inferior o todavía emergente. En este sentido, no es que hayamos llegado más o menos tarde, es que aún hoy no acabamos de asimilar la magnitud de la pandemia ni de aceptar la necesidad de negociar nuestra normalidad y mucho menos de aceptar el riesgo y la incertidumbre como parte de nuestras vidas.

Por eso eludimos las graves carencias de nuestra salud pública al inicio de la pandemia. De hecho, después de haberla ignorado o de boicotearla durante décadas, como ideológica y generadora de malos presagios, hoy seguimos reaccionando a sus normas y recomendaciones con una actitud ambivalente: heraldos o héroes. Eso no impide que algunos se acaben de descubrir como dataistas obsesivos y epidemiólogos de ocasión, expertos en diagramas y curvas. Sin embargo, eluden valorar el sentido, contenido y compromiso social de la salud pública y su relevancia como servicio de inteligencia de los sistemas políticos y de salud.

Como mucho, llegan a reconocer los factores y hábitos de riesgo individuales que suponen una mayor vulnerabilidad y en consecuencia la mayor mortalidad al sufrir la covid19, pero no para interrogarse sobre los usos sociales que los promueven.

Obvian, sin embargo, los determinantes socioambientales que han favorecido el origen y la transmisión de la pandemia, y por tanto excluyen cuestiones como la explotación del territorio, las desigualdades, la pobreza y la exclusión, el hacinamiento y la precariedad de vivienda o los transportes públicos y la precariedad en el trabajo, y sobre todo, las medidas preventivas a adoptar para paliar hoy la covid19 y evitar mañana futuras pandemias.

Que la mayor incidencia de la covid19 se esté produciendo en los barrios obreros y populares de nuestras grandes ciudades, en la vendimia de temporeros, entre los inmigrantes, o en las empresas cárnicas, y no solo en las zonas de ocio o en el ámbito familiar, tampoco les acaba de llamar la atención. Tampoco que algunos fallos del rastreo y de las dificultades para el inicio de curso tengan que ver con situaciones sociales que dificultan en sectores populares el confinamiento y la conciliación.

Asimismo, ignoran la repercusión de los recortes y privatizaciones de los servicios sociales y sanitarios. Lo consideran parte de las excusas gubernamentales sobre la herencia recibida o relativizan las diferencias políticas en cuanto a la defensa de la sanidad pública. Dicen aquello de gato blanco o gato negro, lo importante es que cace ratones.

Incluso, aún hoy extienden un velo de silencio y de autocensura sobre las presiones sociales y políticas que llevaron a un desconfinamiento precipitado y una desescalada atropellada para salvar el verano turístico y la hostelería. Porque no quieren reconocer que esas prisas también han influido en las zonas de descontrol actual de la pandemia, tanto al menos como la tan criticada tardanza en sus comienzos.

No ha ocurrido así en otros países, y mucho menos en los que sufrieron como nosotros el mayor golpe inicial de la pandemia. Así, entre otros, Italia prolongó el estado de alarma para el ocio nocturno hasta octubre. Es verdad que con la misma resistencia y polémica con el sector turístico y con los partidos más partidarios de la prioridad de la recuperación de la economía frente a la salud pública.

En el fondo, continúa el pulso entre la negación y la aceptación de la situación de pandemia, que luego ha dado lugar a la dialéctica más elaborada entre la estrategia de salud pública de contención y mitigación del virus y la economicista de «dejar hacer» a la inmunidad de rebaño.

El problema para ellos no sería pues haber desconfinado demasiado pronto y demasiado drásticamente, sino de nuevo la mala gestión sanitaria, y ahora, fuera ya del estado de alarma, del confinamiento y el mando único, la falta de liderazgo del gobierno central frente a la pandemia. Habríamos pasado de denostar el autoritarismo al vacío de liderazgo.

Pretenden eludir con ello el carácter compuesto del Estado y asimismo el actual reparto de competencias, que asigna a las CCAA la gestión de los servicios públicos y entre ellos de la sanidad, la educación y los servicios sociales y la dependencia.

Exoneran, con ello, a las CCAA del incumplimiento de sus compromisos en el desconfinamiento, el decreto de nueva normalidad y en el plan de respuesta temprana en cuanto al reforzamiento de la salud pública, la epidemiología y la atención primaria para garantizar el diagnóstico temprano, la detección, el seguimiento y el aislamiento de contactos.

Todo, porque según ellos en una situación de pandemia el sistema sanitario estaría, como lo está la sanidad exterior, bajo el liderazgo y la responsabilidad exclusiva del gobierno central. Algo que, en el estado de las autonomías y a falta del desarrollo reglamentario de la ley de salud pública, se encuentra fuera de la legalidad.

Por eso, vuelven de nuevo a culpar al gobierno por una supuesta tardanza y falta de convicción en la coordinación sanitaria del incremento de los brotes y de los casos de trasmisión comunitaria, al margen de la distinta incidencia acumulada entre las CCAA y dentro de las propias CCAA entre provincias, ciudades y barrios.

También faltan a la verdad a sabiendas, tanto sobre la falta de coordinación y de instrucciones, así como sobre la tardanza en la definición de las mismas. Otra cosa es que las instrucciones y los compromisos pactados desde junio hayan caído en saco roto en algunas significativas CCAA, y entre ellas en aquellas que más presionaron para precipitar la desescalada, saltándose sus etapas o ignorándolas. Porque tan malo como no liderar la coordinación es coordinar a quien no quiere ser coordinado.

Se trata, por el contrario, de cooperar entre las Administraciones y en la ciudadanía para que la libertad y la recuperación económica sean compatibles con el control de la pandemia y la protección de los más vulnerables.

Y es que en la primera ola hubo quien tardó en darse cuenta de la magnitud de la amenaza que suponía la pandemia, así como quien simplemente la negó para sumarse a la estrategia de la inmunidad de grupo o de rebaño. También en esta segunda parte de la pandemia ha habido quien ha actuado con prudencia y quien ha aplicado al pie de la letra el lema de la nueva normalidad, para la que no se necesitaría poner en marcha recursos ni medidas extraordinarias. De nuevo el «laisser faire» y sus consecuencias.

Miguel Souto Bayarri y Gaspar Llamazares Trigo, médicos y autores con Gema Gonzales López del libro salud: ¿derecho o negocio? Una defensa de la sanidad pública.