Disidencias y negacionismos

OPINIÓN

Los ciudadanos no ven lógica la nueva medida adoptada por el Gobierno. En la imagen, una mujer participa en la cacerolada
Los ciudadanos no ven lógica la nueva medida adoptada por el Gobierno. En la imagen, una mujer participa en la cacerolada Ángel Manso

08 sep 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Es curioso que, en medio de la crisis sanitaria y económica más grave en décadas, las esperables expresiones de protesta con la gestión o con, simplemente, el estado de cosas, tomen formas inconsistentes, a caballo entre lo irracional y lo esotérico. En un contexto como el actual, donde convive la predisposición al descontento y el temor a lo que está por venir, y donde entraría en cualquier cálculo lógico una reacción más sólida y estructurada, hasta ahora la manifestación del malestar ha transitado por dos cauces singulares y vaporosos. Uno, más propio de nuestra idiosincrasia, es la agitación de la derecha nacionalista española, como vimos durante las caceroladas con epicentro en el madrileño barrio de Salamanca, con canto del cisne en la manifestación motorizada promovida por Vox (que, de puro ridículo, volatilizó el movimiento), pero que, en eslóganes y banderas, bien podría haber tenido como motivo la defensa de la unidad de España o cualquier causa querida al nacional-populismo, porque se trataba de un ejercicio gimnástico de desagrado habitual cuando el Gobierno está en manos de la izquierda (y, en este caso, con el aliciente de tener de blanco fácil a Podemos). El otro, bajo la etiqueta de «negacionista» de la Covid-19, es réplica, si acaso más esperpéntica y minoritaria, de otras disidencias que empiezan a coger brío en distintos países democráticos también castigados por la pandemia, y que no dejan de ser una amalgama de movimientos, donde podemos encontrar las más variopintas reivindicaciones, desde la meramente antiautoritaria y contestataria frente a la industria farmacéutica hasta la puramente conspiranoica, con Pàmies, Bill Gates, QAnon, Miguel Bosé y George Soros aludidos o invitados (los magnates, involuntario perejil de todos las salsas alucinógenas).

De momento, estas movilizaciones, comúnmente descalificadas, son, posiblemente, anecdóticas y pintorescas; pero no son del todo inexplicables, en esta situación inédita en la que estamos. Como en toda clase de deformaciones de este tipo, se transforman inquietudes legítimas (por ejemplo, hacia el control social, el poder reforzado de los Estados o el juego del poder económico en la toma de decisiones en época de crisis) en verdaderos desatinos, al calor de la confusión. Pero constatar la insensatez de las propuestas de negacionistas y antivacunas no hace desaparecer el problema de base. Veremos qué derrotero toman las cosas ante la perspectiva sombría de los próximos meses, porque si bien disidencias de esta naturaleza llegan a lo infantil y lo mesiánico, en la era del trumpismo, del cinismo generalizado y del recelo absoluto, lo marginal se vuelve mainstream casi sin darnos cuenta, ante la insuficiencia de las soluciones políticas tradicionales. La respuesta, por otra parte, tampoco puede ser la represión directa a la que cada vez más voces apelan, porque el derecho a expresarse también es para quien defienda tesis marginales de todo tipo, por disparatadas que nos parezcan.

Sí hay espacio para analizar por qué florecen estas expresiones de protesta en sociedades consideradas avanzadas. De antemano, hay que decir que muchos gobiernos tienen una suerte inmerecida al encontrar oposiciones callejeras de este porte, porque, ciertamente, motivos para escrutar severamente la acción pública hay bastantes. Estas manifestaciones representan, sin embargo, una distracción que dificulta la verdadera dación de cuentas que todo sistema político sano debería promover, examinando, sin ánimo estrictamente inquisitorial, las muchas cosas mejorables, desde las primeras señales de alerta hasta este periodo de «nueva normalidad»; incluyendo, desde luego, la revisión del fuerte impacto que sobre las libertades civiles tienen muchas de las medidas, a veces adoptadas a trazo grueso por miedo a quedarse cortos. El desagrado con el despotismo sanitario ilustrado que algunos gobernantes practican, la fatiga que provoca la retórica pública de la culpabilización y la sanción, la rebeldía frente a la abrumadora sucesión de consignas que nos presentan como sujetos carentes de juicio y responsabilidad (algunas empeñadas, además, en mostrarnos ventajas en la deshumanización a chorros que protagonizamos), la erosión constante en derechos y, sobre todo, la falta de esperanza en una rápida mejora de la situación, son también caldo de cultivo propicio para la búsqueda de toda clase de alternativas, aunque algunas signifiquen divorciarse completamente de la realidad. Así que pongamos un ojo no sólo en las unidades de remdesivir y de la vacuna de las que nos aprovisionemos colectivamente, sino también en las dosis que nos faltan de confianza entre poderes públicos y ciudadanos; bien escaso y menguante que también precisa de un espacio ventilado, informado y transparente, donde las cosas se expliquen y se debatan racionalmente, libre de dominación y paternalismo.