Los que saben, los que mandan y las pendientes de la democracia

OPINIÓN

PILAR CANICOBA

10 oct 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

«Luis me dijo: «No es decente Jeanne, se te ven las piernas», y dejé de hacer gimnasia… «Para tocar como tocas…sería mejor no hacerlo…», y dejé de tocar el piano. Me hice amiga de una italiana que comenzó a venir a casa y Luis me dice: «Dile que no venga». A veces le pedía prestado un libro: «No leas eso, Jeanne, no vas a entender.» […]. Nunca me atrevía a oponerme a Luis. […] Desde Madrid, Luis estableció la regla siguiente: él tenía derecho a recibir a sus amigos en casa, yo no.» (Jeanne Rucar. Memorias de una mujer sin piano.)

La democracia es un conjunto de piezas centrífugas. Todo en democracia busca salirse de la democracia, como un coche en un curva busca salirse de la carretera. Todo Gobierno apetece quitarse de encima al Parlamento que lo controla. El Parlamento quiere hacer las leyes que le convenga sin un poder judicial que diga cuáles son ajustadas a derecho. Los jueces querrían dictar sentencias según su humor y conveniencia y no según las leyes salidas del Parlamento. Igual que con los coches para que no se salgan en la curva, la democracia tiene que tener sistemas de agarre que eviten la tendencia natural de sus partes a salirse hacia la barbarie. Por eso la democracia se basa en dos mecanismos: la responsabilidad, por la que todo el mundo ha de ser responsable ante alguien en una cadena que acaba en el pueblo; y los contrapesos, porque ha de haber mecanismos automáticos de control de unas piezas sobre otras. EEUU es débil en el primer aspecto, porque el sistema distorsiona la representación real de la población. Pero es fuerte en los mecanismos de control. El sistema de contrapesos está aguantando con pocas arrugas a un energúmeno fascista en la Presidencia. En cambio en España las piezas que tejen los contrapesos para evitar distorsiones están mal encajadas y el sistema bailotea como un mueble mal encolado.

Todos somos parte de esas tendencias centrífugas. Por eso curiosamente la democracia puede ser atacada por demócratas y puede ser derribada con un estruendoso aplauso, como se dolía Padme en Star Wars. Un grupo nutrido de científicos firmó un decálogo exigiendo una gestión científica de la pandemia, ofreciendo sus conocimientos y lamentando la ignorancia de quienes están al mando. El manifiesto logró el estruendoso aplauso de miles de firmantes en Change.org, de parroquianos en los bares y de los medios. El decálogo señala a los políticos como los que mandan en la salud pero no saben. El estruendoso aplauso contra la democracia se alcanza por un mecanismo tan comprensible como dañino: tener parte de razón. El coronavirus es un trozo de ARN con una capa lípida capaz de insertarse en nuestras células y alterar sus genes. Las palabras y las ideas a veces trabajan igual. Los trozos de pensamiento de frases que se repiten revolotean en el ambiente y en nuestra memoria hasta que algo les da parte de razón. Entonces pueden insertarse en otros fragmentos de nuestro pensamiento y alterar conclusiones y conducta, como una infección, y sin darnos cuenta estamos dedicando un estruendoso aplauso a medidas reaccionarias.

El manifiesto tiene parte de razón. Se queja de la actitud y nivel de los políticos. Y tienen autoridad moral para decirlo. Igual que nuestros deportistas de Moto GP son en lo suyo mejores que nuestros nadadores, es evidente que nuestros científicos tienen más nivel en lo suyo que altura política tienen nuestros actuales políticos. Reclaman atención al conocimiento y tienen razón. Y hay que subrayar esta parte de razón, ahora que se ataca como nunca el conocimiento. La extrema derecha, como partido y como patógeno en un PP acéfalo, es alérgica al conocimiento. El conocimiento les quita la razón en todo y encima estimula el hábito de pensar. Una de las pendientes por las que la democracia se resbala a la barbarie es la negación del conocimiento y sus fuentes. En eso tienen razón. Pero cuando la parte de razón que se tiene confirma una emoción o es cauce para un desahogo, adquiere una especial capacidad para inocular el discurso entero con sus sinrazones incluidas.

En películas taquilleras y muy amenas americanas (La Roca, Godzilla (1998), Decisión crítica y no digamos la paródica Starship Troopers) es habitual que los políticos electos y asesores sean personajes insolventes, parásitos y metepatas y que sean los militares los personajes capaces y sensatos. La idea de que la gestión pública estaría mejor en manos de científicos es una versión de esa visión reaccionaria, y a ello apunta el manifiesto desde el título, «En salud, ustedes mandan pero no saben». Y por ahí se equivocan. Pachi Poncela dice en su Te llamaré X que no existe relación directa entre cociente intelectual y tontería y se queda corto, porque tampoco existe relación directa entre nivel científico y bondad o ejemplaridad. La idiotez, la ramplonería, la maldad o la incompetencia afecta a sabios y comunes con mucha equidad. El Luis de la cita que abre este artículo es Luis Buñuel. Si viviera habría muchas razones para que un ministro de cultura lo escuchara. Pero aquí empieza la sabiduría política. Quien está en gestión pública tiene que escuchar, pero sabiendo subir y bajar graves y agudos a lo que escucha, porque él, y no su cualificado interlocutor, es el que sabe de modelar la convivencia, armonizar desencuentros y definir intereses generales. Basta la cita referida para entender que cualquier Gobierno que hablase con Buñuel tendría que saber que ningún tipo de talento está asociado a altura moral y que tiene que regular los agudos y los graves de su interlocutor por grandes que sean sus méritos.

Los científicos son personas tan nobles o mezquinas como los demás, y con los mismos intereses y debilidades. Si los políticos de turno son mediocres, y lo son, está bien clamar contra su mediocridad, pero solo para exigir mejores políticos. En las amenas películas de acción americanas, la política (en realidad, la democracia) es un juego algo alborotado que nos permitimos cuando no hay problemas graves, pero que tenemos que dejar a militares o científicos cuando hay que gestionar en serio. Y eso no debe merecer nuestro estruendoso aplauso. Justo ahora necesitamos política y políticos.

No es verdad que de salud sepan los científicos. Cuando enfermamos, hay médicos y médicas para atendernos porque hay universidades donde se forman médicos y médicas. Tenemos médico al que ir porque hay una costosa estructura sanitaria que hace posible el servicio. Y podremos seguir yendo al médico mientras se financie todo ese conjunto entre todos, según la renta de cada uno. De salud saben los que organizan todo ese conjunto y su financiación. No hay ningún genio en tareas tan complejas, sino un encadenamiento de gestiones en una dirección justa. Esa gestión gigantesca es el efecto de enfrentamientos, de protestas, de acuerdos, de cesiones y de convivencias abruptas o armónicas. Todo esto es política, la organización de la vida en común. Quien sabe de salud es el que mantiene la organización social y financiera para que se formen médicos, para que haya hospitales y para que todo el mundo sea atendido sea cual sea su renta. La ciencia es la materia prima indispensable, pero no nos cura la ciencia. Nos cura el sistema de salud. Con toda la ciencia del mundo y médicos eminentes podemos no tener atención médica. Amplias capas de EEUU lo saben bien. Es la gestión pública, la política, lo que nos cura y no debemos apartarnos de esto con un estruendoso aplauso a quien lo niegue teniendo parte de razón.

Y tampoco ganamos sensatez y altura de miras con esa descalificación global que iguala a todos los políticos, como si hacer distinciones fuera ensuciarnos de mediocridad. Es meridiano que unos se están ocupando de la pandemia con un acierto y tres errores y otros, las derechas, no tienen país al que atender, sino rivales a los que golpear. No descuidan la salud de la gente por la economía. Si les preocupara la economía no estarían enredando con frugales y fascistas en Europa para que nos quiten esos fondos de los que depende nuestro resuello. Son unos cracks, según Esperanza Aguirre. Unamuno los llamaría tencas parlamentarias. El manifiesto hace como que son unos y otros. Cuestión de términos.