Una vidal normal

OPINIÓN

Varios transeúntes por la calle Uría de Oviedo, con la mascarilla puesta
Varios transeúntes por la calle Uría de Oviedo, con la mascarilla puesta

04 nov 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Durante el confinamiento de la primavera pasada, transcurridas las primeras semanas de «shock» y readaptación a la extraña realidad de contener entre cuatro paredes la totalidad de la vida diaria, aprendimos rápidamente que, entre los atributos de las autoridades públicas, bajo el test de estrés de la pandemia, no se encontraría fácilmente la proporcionalidad ni la ponderación. Algo en parte entendible por la dimensión desconocida y sobrecogedora del problema, pero con multitud de daños colaterales en los derechos de muchas personas, singularmente las más vulnerables económica y socialmente. Al mes aproximadamente de encierro, vimos en los niños, relegados a una condición marginal dando vueltas a la rueda, soportando el ambiente de incertidumbre y asfixia reinante en casi todas las casas, sin posibilidad de ver la luz del sol (pues fue la única población privada durante 42 días de toda posibilidad de salida, ni siquiera a la compra), sin contactar con sus iguales más que a través de pantallas y con un sucedáneo educativo telemático que en modo alguno reemplaza al presencial (pese al esfuerzo de muchos profesores y familias), cómo se hacía jirones su integridad y salud emocional, por muy elásticos y flexibles que sean a cualquier condición (lo que no es coartada para poner en ellos, precisamente, la presión). En esos días, mi hijo, entre carreras espontáneas del salón a la habitación, con su imaginación feraz, comenzó a jugar a que rodaba una película, que rápidamente tituló «Una vida normal», y que lo dice todo desde la rúbrica.

Pasados unos meses de aquello, algunas cosas espero que hayamos aprendido cuando la pandemia vuelve a golpear con fuerza y, por la insoportable amenaza de saturación del sistema sanitario (aquel que decíamos con soberbia que era «el mejor del mundo», desatendiendo sus debilidades), nos adentramos con toda probabilidad en un periodo de restricciones a la movilidad y al contacto social, más severas aún de las que nos han venido persiguiendo «in crescendo» desde julio. Llegados a este punto dramático, en el que, por desgracia, ya palpamos la certeza de que los enfermos del covid o de cualquier otra patología no van a poder ser atendidos correctamente, somos sabedores de que hay pocas alternativas y nos aguardan de manera inminente limitaciones muy importantes de nuestra libertad, que nos afectarán durante un tiempo, en la esperanza de que sean útiles al fin perseguido y de que ese periodo no se prolongue más de lo estrictamente imprescindible para poder manejarnos un poco mejor en esta crisis sanitaria.

Uno podría esperar que el esfuerzo se hubiese centrado en dar un salto cualitativo en las capacidades sanitarias, en articular medidas restrictivas más quirúrgicas, eficaces y menos indiscriminadas, en desterrar discursos de la culpabilización, la sanción colectiva y la contraproducente épica del recorte de libertades, que no han servido para nada porque la desconfianza mutua está en máximos y, con ella el descreimiento de todo. No ha sido así y la fatiga está justificada, aunque debemos recomponernos y no escudarnos en ella para pegar una patada al caldero. Sin embargo sí es justa la expectativa de que, a fuerza de la experiencia, las limitaciones se establezcan de manera inteligente, evitando la repetición de algunas restricciones innecesarias y dañinas, con poco efecto pero gran calado en la moral de la población a la que se invoca. Debería permitirse el disfrute del aire libre, las zonas verdes y los bosques periurbanos con los convivientes, porque es esencial para hacer más llevadera la situación en lugar de convertirla en un infierno cotidiano. Debe desterrarse para siempre la infantofobia reinante en la primera oleada, ahora que el incipiente conocimiento sobre la enfermedad ha prácticamente enterrado la hipótesis estigmatizadora de que los niños eran supercontagiadores. Y, desde luego, debe preservarse de manera presencial la actividad educativa integral (incluyendo la deportiva) porque no queremos tirar la llave del futuro al río y, además, los centros educativos y clubes deportivos se están revelando como entornos mucho más seguros que otros.

Incorporemos el bagaje de la experiencia previa, para no causar una lesión innecesaria, para proteger a los grupos vulnerables y a los menores de edad y para no reducir a la población a objeto de ensayos destructivos. Algún día volveremos a algo parecido a la vida normal de la imaginaria película y las generaciones venideras juzgarán si estuvimos individual y colectivamente a la altura de las circunstancias o si nos infligimos un perjuicio adicional al de la propia enfermedad, gratuito y evitable. Ese día completaremos el guión y organizaremos la producción de la película, que bien lo merece, espero que con un desenlace que nos permita seguir mirándonos en el espejo con la cabeza alta.