La democracia liberal y sus enemigos

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

MICHAEL REYNOLDS | Efe

04 nov 2020 . Actualizado a las 09:40 h.

Cuando en 1787 los representantes de los estados de la Confederación americana que se reunieron en la Convención de Filadelfia elaboraron la primera Constitución del mundo digna de tal nombre, nacieron no solo los Estados Unidos de América, sino también un sueño potentísimo con una inmensa capacidad de irradiación universal: el de la democracia liberal.

Aunque los Estados Unidos tardaron mucho en llegar a ser una verdadera democracia -hasta que con la aprobación de la Voting Rights Act de 1965 pudieron los afroamericanos ejercer masivamente el derecho de sufragio-, muy pronto se convirtió Norteamérica en el gran modelo a imitar por todas las naciones que aspiraban a hacer realidad el principio político del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, según la ya mítica formulación de Abraham Lincoln en su célebre Discurso de Gettysburg (1863). Casi treinta años antes, Alexis de Tocqueville, tras un viaje por el país que casi acababa de nacer, publicaba el primero de los dos volúmenes de La democracia en América, que dejaría asentado el estrecho vínculo entre la primera y la segunda.

Por eso, que Estados Unidos sea gobernado por un político juicioso, que actúa de acuerdo con las normas del comportamiento racional, o por un político populista, insensato y narcisista, que decide de forma caprichosa, cambia de criterio como quien lo hace de camisa y vive inmerso en la paranoia de estar rodeado de enemigos, es muy importante para el país que ayer votó para elegir su presidente, pero también para el conjunto del planeta: porque la democracia americana, con sus vicios y sus defectos, que no son pocos ni irrelevantes, sigue siendo, pese a ellos, la principal imagen que tienen del sistema democrático cientos de millones de personas.

No es el presente, por lo demás, un momento cualquiera en la historia de la democracia liberal, sino aquel en el que, vencidos ya sus más poderosos enemigos (el comunismo y los fascismos), se enfrenta el gobierno del pueblo a los que son hoy los más dañinos virus destructores de sus bases: el nacionalismo y los populismos de derechas y de izquierdas, que se parecen entre sí en su común desprecio por varias de las reglas esenciales de los sistemas democráticos. Y el candidato que se presentó ayer en Estados Unidos a la reelección representa como pocos todo lo nefasto que enseñan o que esconden el populismo y el nacionalismo.

Gane Trump o gane Biden (la bien poca atractiva alternativa presentada por los demócratas para unas elecciones tan decisivas y reñidas como las que ayer se celebraron) habrá motivos, obviamente, para explicar por qué uno u otro se ha alzado al fin con la victoria. Pero un triunfo de Trump, que sería, claro, gran noticia para quienes lo hubieran apoyado, constituiría hoy la peor señal imaginable para el prestigio del menos malo de los sistemas de gobierno existentes en el mundo, por decirlo con las palabras de quien -Winston Churchill- lo defendió en una de las coyunturas más delicadas de su historia.