Emoción y razón en Estados Unidos

OPINIÓN

CLEMENS BILAN | Reuters

05 nov 2020 . Actualizado a las 08:31 h.

Un minuto después de enunciar el principio fundacional de la política -«la ciudad es una de las cosas naturales, y el hombre es por naturaleza un animal social» (Cfr: Política, 1253ª, 2-3)-, el propio Aristóteles se dio cuenta de que tenía que matizar, y lo hizo, poco después, cuando afirmó que en el hombre es tan natural su ser social como su individualismo, y por eso debemos entender que la ciudad es conforme a la naturaleza, pero no existe por sí misma, sino que tiene que ser organizada y administrada al servicio de la sociabilidad humana.

Los griegos del siglo V a. C. ya sabían que los sentimientos y emociones condicionaban la vida social, pero, lejos de confundirlos con los elementos esenciales del hecho político, dejaron muy claro que el proceso de creación de la polis es estrictamente racional, y tiene por objeto evitar que las emociones y los sentimientos hagan imposible la ordenada convivencia del animal social, el zoon politikón. Por eso resulta extraño que muchos politólogos actuales no entiendan, u olviden a propósito, la diferencia que existe entre lo que es estrictamente político -que consiste en hacer posible la vida social mediante la racionalización del orden comunitario-, y el manejo instrumental de las emociones en la lucha por el poder, sin darse cuenta de que, por nacer de las dos naturalezas antagónicas que son esenciales al hombre, también marcan direcciones antagónicas en el seno de la polis: a más emotividad, podríamos decir, menos política.

Así se ve, claramente, en los Estados Unidos, que siguen siendo el gran laboratorio de la política contemporánea. Porque, caricaturizando de forma imprudente la situación, cabe pensar que Trump, que abusa de las emociones como herramientas útiles para conseguir el poder y mantenerse en él, pasa sobre la política como los jabalíes sobre los sembrados de trigo. Mientras Biden, sin ser ningún Pericles, intenta reconducir el país a una racionalidad política, siquiera mínima, que evite la autodestrucción de lo que todavía es el país más poderoso del mundo y el que mejor expresaba y cuidaba los trabajados consensos que fundaron la nación americana.

Por eso son agónicas las elecciones presidenciales. Porque está en juego el constructo racional que heredaron de sus antepasados, en el que -mediante los famosos pesos y contrapesos del sistema constitucional- se reconducían los errores e intereses hacia la política constructiva, frente a una lucha primaria por el poder, que puede dar -¡y da!- buenos resultados electorales, a cambio de alimentar los conflictos y movimientos más disgregadores, y el enfrentamiento entre dos visiones primarias del país. Una dinámica que corroe los sistemas, enferruxa la democracia y coloniza con facilidad otros países y sistemas, en procesos largos que, si bien permiten prevenirlos, ya han producido dramáticos derrumbes cíclicos en el delicado edificio de la libertad. No son buenos tiempos para la lírica, obviamente. Pero tampoco lo son para las generaciones que vienen.