Tras el ataque terrorista islamista del lunes pasado en Viena, el primero desde los años ochenta, en el que cuatro personas fueron asesinadas y quince heridas, el ministro del Interior austríaco ha anunciado el cierre de dos mezquitas en la capital del país al considerarlas una amenaza para la seguridad nacional.
En otras palabras, serán clausuradas por ser las que frecuentaba el terrorista abatido por la policía. Una de ellas, la mezquita Tawhid estaba registrada de acuerdo con la legislación austríaca, mientras que la otra, la asociación islamista Melit Ibrahim, operaba como una mezquita.
La ministra de integración austríaca, Susanne Raab, alegó que no podía permitirse que organizaciones amparadas por la legislación llevaran a cabo labores de proselitismo contra el Estado. Raab defendió que no se trataba de una actuación contra los musulmanes en Austria sino contra todos aquellos que fomentan la radicalización, la cual, según ella, afecta más a los propios musulmanes.
Una afirmación que pone en evidencia, una vez más, que la minoría violenta que se escuda tras la fachada de una comunidad muy cuestionada, no hace sino perjudicar a los millones de musulmanes pacíficos que conviven con nosotros.
Sin embargo, no se puede obviar que es, precisamente, el silencio de esta comunidad, a veces, muy amedrentada, tanto por las implicaciones religiosas y morales que supone acusar a uno de los suyos, y a veces, por simple miedo a la violencia indiscriminada de los radicales, la que permite y facilita que los terroristas lleven a cabo los atentados.
Una aquiescencia que, junto con la falta de comunicación entre las fuerzas de seguridad de diferentes países, como en este caso, ya que, pese a la información facilitada por la policía eslovaca de que el terrorista condenado por intentar unirse al Estado Islámico había intentado comprar munición en Eslovaquia, hacen más fácil que se produzcan atentados terroristas.