El punto de razón de Adriana Lastra

OPINIÓN

MARISCAL | Efe

19 nov 2020 . Actualizado a las 09:31 h.

En mi propósito de remozar los refranes populares, le acaba de tocar el turno a «quien mucho habla, mucho yerra», para el que propongo un añadido a la medida de Adriana Lastra: «Quien mucho habla, mucho yerra, y algo acierta». Porque es inevitable que, quien sale todos los días a improvisar coram populo sobre cuestiones que no conoce, la premie el cielo con algún acierto involuntario que conviene resaltar.

Tiene razón Adriana cuando dice que un partido no puede regirse por los nostálgicos reproches que, provenientes de líderes con fecha de caducidad, intentan tutorizar a unos jóvenes socialistas que son mucho más viejos de lo que eran ellos cuando empezaron a culebrear por los desiertos del último franquismo, a cometer errores, y a adaptarse a un modelo de cambio que en modo alguno habían soñado, y que en realidad fue construido por la tecnocracia funcionarial e intelectual del último franquismo, liderada por Suárez y Fernández Miranda. Plataformas, juntas, comités y platajuntas fueron los instrumentos que aquella generación aprovechó para rectificar su plan de ruptura democrática. Y suerte tuvimos con ellos que no hicieron caso alguno a los patrucios utópicos que les recordaban a diario las esencias socialistas. Y tiene razón la señora Lastra cuando dice que «ahora yerran otros», y que, si algo hubiere que rectificar, otros rectificarán.

En la novela Nuestra Señora de París (Lib. III, cap. 2) comenta Víctor Hugo una boutade de Voltaire, referida al escaso valor del París medieval y a la excelente transformación operada por Luís XIV. Y sentencia así al sabio ilustrado: «No por ello Voltaire dejó de escribir Cándido, ni de tener la sonrisa más diabólica de entre todos los hombres… De lo cual se deduce que se puede ser un genio y no comprender nada de un arte al que no se pertenece». Ni del arte -añado yo-, ni de las generaciones a las que tampoco se pertenece.

Mi reproche al sanchismo no está basado en que no renuncien a su mundo para fosilizar el mío. Desde mi condición de viejo redomado, o de candidato a serlo, solo pido que, mientras cumpla la ley y pague mis impuestos, no me obliguen a abrazar su generación y me dejen aislar en mi dulcísima nostalgia. Y por eso le reprocho a Lastra que sea tan escrupulosa a la hora de administrar con total autonomía su generación, y que en cambio no tenga ningún pudor a la hora de reformular y repintar mi juventud y mi vida, que en vez de verlas brillantes, alegres, dinámicas, ilusionadas y coloridas, como yo la viví, cuando España dio el mayor cambio de los tres últimos siglos, me la pintan ahora como una etapa tenebrosa, en blanco y negro, donde todo era persecución y tristeza para una generación frustrada.

Gobiernen ustedes este tiempo y estas generaciones, señora Lastra, sin pedirme permiso. Pero no usen la memoria histórica para repintar mi vida como si la conociesen mejor que yo. Porque -Víctor Hugo dixit- «se puede ser un genio y no entender nada del arte y de las generaciones a las que no se pertenece».