Fundamentalismos de nuevo cuño

OPINIÓN

Dos mujeres toman café en una plaza de Gijón
Dos mujeres toman café en una plaza de Gijón EFE | Juan González

15 dic 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde que hace nueve meses se alteró la naturaleza misma de nuestra vida, de todas las cosas que, casi al modo de Roy Batty, hemos visto que nosotros mismos no creeríamos (aunque la herida duele y no se perderán como lágrimas en la lluvia), una de ellas es la veloz aparición en escena de nuevos fundamentalismos, con potencial fuerza transformadora pese a ser hasta hace bien poco reducto de minorías. En época de movimientos sísmicos como esta, emergen a la superficie estratos antes ocultos tras diferentes capas. Lo marginal se vuelve «mainstream», casi sin que nos demos cuenta.

Así pasa por ejemplo, con la corriente embarcada en el escepticismo sin concesiones y el cinismo más atroz, dispuesta a desconfiar, hasta el límite, de cualquier progreso en la evolución de los tratamientos médicos y no digamos ya de la vacuna. Una encuesta reciente de un diario nacional, con una muestra de 2.000 entrevistas, recogía que para el 40% de los participantes «hay una conspiración detrás de las vacunas» de ahí que sólo el 24% de los encuestados se vacunaría lo antes posible contra la Covid-19. Y, ya cogido el ritmo conspiratorio, para el 64% el SARS-CoV-2 «es un virus creado en un laboratorio». La suspicacia no es cosa de cuatro iluminados, por lo tanto, sino que el recelo ha calado profundamente. De hecho, aunque ahora miremos con curiosidad toda la panoplia de teorías complotistas y su proliferación pese a la abundancia de fuentes de información, lo cierto es que son una constante en la historia.

Como en toda mistificación, la existencia efectiva, más o menos comprobada, de maquinaciones de lo más variopinto, o que nos han sido transmitidas como tales (desde el hundimiento del Maine al incendio del Reichstag, por poner casos dramáticos), unida a la necesidad de encontrar explicaciones cuando estamos en arenas movedizas, convierten en propicio el terreno para fabularse, al final del hilo, una conjura secreta de los beneficiarios de todas estas metamorfosis sociales y económicas. La novedad quizá sea, esta vez, el intento de articular proyectos políticos con aspiraciones reales de poder (véase su convergencia con el nacional-populismo) sobre esta base tan inconsistente pero, sorprendentemente, amplia. Un fundamentalismo contrario a la vacunación y a los avances médicos, que promete una suerte de Arcadia natural alcanzable como por arte de magia, tiene ahora cierto predicamento, porque suena contracultural y rebelde ante la avalancha de mensajes públicos (la mayoría de ellos torpes y fariseos, dicho sea de paso) con llamamientos a la disciplina social y admoniciones análogas. 

El otro fundamentalismo, potencialmente dañino pero que menos personas se atreven a criticar (porque viene con el marchamo del discurso oficial y, ocasionalmente, con la vitola académica) es el que sustituye cualquier criterio en la toma de decisiones y en el análisis previo por el nuevo paradigma salubrista, como máxima absoluta llevada a cualquiera de los campos, también el político. «Salubrismo o barbarie», claman incluso, remedando a Rosa Luxemburgo, pero haciéndolo mal, porque ya no es necesario siquiera acudir a herramientas de análisis al estilo del materialismo dialéctico o histórico, sino que basta ahora con el análisis clínico masivo y cotidiano. Esta corriente se filtra también a la actuación institucional. Por ejemplo, cuando en nuestro boletín oficial autonómico (y no somos los peores en esta tendencia), en la distinta retahíla de medidas de contención de la pandemia y sus correcciones, leemos digresiones como que «debemos mantener aquellas formas de vivir que se han mostrado eficaces contra la misma y cambiar aquellas otras que nos han perjudicado», nos preguntamos legítimamente si en lugar de luchar contra la enfermedad se identifica un nuevo arquetipo moral perdurable desde un nuevo púlpito. Lo mismo cuando introduce en sus consideraciones el «balance beneficio-riesgo» sólo en términos de «salud-enfermedad», indicando que dicho «balance» corresponde a la autoridad sanitaria, que aparece investida de plenos poderes, claro, cuando se omite de la ecuación cualquier otra variable.

Por fortuna, la práctica luego no sigue esos derroteros retóricos, porque sería simplemente insostenible. Reducidos a materia de estudio científico, objeto de estadística sanitaria y tratados exclusivamente como potenciales infectados o contagiadores, no necesitaríamos nada más en ese «balance». Tampoco, llevando el argumento al extremo, requeriríamos ningún otro proceso de toma de decisiones colectiva ni de equilibro de intereses que precise deliberación, representación y reglas de juego. No haría falta ningún otro debate distinto del que proponga la Ciencia, en la que, en la expresión popularizada en esta época, la inmensa mayoría de legos hemos de «creer», o debemos «seguir», como si, paradójicamente, el vínculo con ella fuese el de la fe y el de la grey servil, y no el de la razón y el escrutinio. Reemplazar a dirigentes políticos al frente de los poderes democráticos por tecnócratas de disciplinas científicas sería la tentación inmediata, ya que elevamos a estos a la categoría de ministros del nuevo credo. Y, el paso siguiente, en la distopía cientificista, sería sustituir en la toma de decisiones el imperfecto y falible juicio humano, ahora que disponemos de alternativas factibles. Es lo que nos proponía Pinar Yoldas, de manera premonitoria en la era inmediata precovid, con la reconfortante, simpática, enteramente científica y veladamente dictatorial inteligencia artificial de «The Kitty AI»; parábola en la que la quiebra definitiva de la confianza en los dirigentes y la entrega de las decisiones al algoritmo, se producía, precisamente, ante la incapacidad de gestión de una crisis global (el cambio climático y los fulminantes golpes masivos de calor, en la propuesta de la artista, algo que no es tampoco inverosímil).

El problema es que no somos solo sujetos de salud y enfermedad. También somos, o eso entendíamos, sujetos de derechos y libertades, homo politicus y homo oeconomicus, incluso homo legens aunque sea sólo para desentrañar las normas cuya multiplicación nos inunda. Nuestra idiosincrasia no se reduce a lo biológico y nuestros progresos colectivos no sólo se deben a los avances puramente científicos, aunque en ellos, en las vacunas y los tratamientos eficaces, tengamos depositadas nuestras esperanzas tangibles de salir antes de esta pesadilla. Nuestra realidad, pese a todo, es compleja y multidimensional, hasta el punto de que algunos todavía aseguran que tenemos alma y espíritu. No sé si debemos llegar a tanto, sobre todo si uno no es creyente. Pero sí, como poco, alcanzamos a comprender que la recuperación integral de este shock pasa no solo por alejarnos de las inquietantes proposiciones conspiranoicas y las soluciones esotéricas, sino también por cuidarse de las que proponen la sublimación de la ciencia llevándola al campo totalitario de lo sagrado y, con esas armas, nos convierten en carne de periódico confinamiento y selección, sin autonomía ni para batirnos el cobre.