La agonía del «juancarlismo»

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

Servicio Ilustrado (Automático)

15 dic 2020 . Actualizado a las 08:53 h.

Probablemente lo recuerden muchos lectores: durante casi todo el período democrático, por no decir todo, no estaba de moda confesarse monárquico. En su lugar, los partidarios de la monarquía se hacían o nos hacíamos llamar «juancarlistas». Quiere decirse que este país se quedó sin monárquicos y se llenó de juancarlistas, una forma de pragmatismo, porque el actual rey emérito hizo el milagro de que su régimen fuese considerado algo así como una república coronada o una monarquía republicana, en el sentido de que la Corona había asumido los principios de las repúblicas. Con esos sobreentendidos nos mantuvimos en paz y en concordia durante cuarenta años.

Y las jugadas que hace la política: hoy nadie se atreve a llamarse juancarlista, aunque establezca todos los matices que a diario se encuentran en las conversaciones privadas y los medios de comunicación. Por ejemplo, «yo lo fui hasta el accidente de Botsuana», o «yo lo fui hasta que se conocieron los dineros de Arabia Saudí». Seguramente parezca una anécdota, pero no lo es. Este cronista escribió un libro en el que relató las increíbles dificultades de don Juan Carlos para acceder a la Corona. Entre ellas, que Franco quería una sucesión monárquica y para ello mandó que el niño Juan Carlos, con 10 años de edad, se educase en España, bajo su tutela y supervisión. La contradicción es que el régimen franquista no nos educó a los jóvenes de entonces en la idea monárquica. Al revés: en los campamentos juveniles se cantaba una canción que decía: «El que quiera una corona, / que se la haga de cartón, / que la Corona de España / no es para ningún Borbón».

Así, la llamada «generación del Rey» no tuvo más preparación para recibirlo e identificarse con él que la campaña contra la Segunda República alimentada desde el poder durante cuatro décadas. E hizo falta la llegada de Adolfo Suárez a la Dirección General de RTVE para que los medios públicos empezasen a dar a conocer a un príncipe que en aquel momento gozaba de una popularidad que apenas superaba el 10 %. Después, con la democracia, la monarquía ocupó en libros de texto como los de la asignatura Conocimiento del Medio un máximo de diez líneas y se la definía más o menos como algo decorativo. No es extraño que ahora la campaña contra ella sea eficaz solo con decir que a Felipe VI no lo ha votado nadie. Más barato no se puede poner. Todo un regalo a los promotores de la idea republicana.

De esta forma, el rey actual se encuentra en la definición de crisis que hacía Antonio Gramsci: se muere el juancarlismo por sus deméritos y es demasiado pronto para que nazca y se desarrolle lo que podríamos llamar felipismo. Y, por supuesto, sigue habiendo las mismas dificultades para que un porcentaje notable de la sociedad se confiese monárquico. Es un pequeño dato para añadir a la tribulación institucional.