Las palabras congeladas

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Edgardo

17 ene 2021 . Actualizado a las 09:59 h.

En Madrid no nevaba así desde Doctor Zhivago. Y aquella nieve no era de verdad, sino la que hacían los atrecistas de los Estudios CEA en Canillas para la película de David Lean. La de esta semana también parecía un decorado, porque la nieve siempre aparenta demasiado perfecta para ser verdad. Caía sobre Madrid con su confeti de hexágonos («seis, seis, seis», escribió Thoreau que canta la nieve al caer), y en la radio decían que era la mayor nevada desde 1971. Yo, en cambio, le pregunté al hombre de la tienda de alimentación de al lado, que es madrileño de toda la vida, y me dijo que jamás había visto una cosa así. Salí con el pequeño Martín, que conocía la nieve, pero ya no la recordaba, y la temperatura era tan baja que me pareció que nos podría pasar como en esa mágica escena del Gargantúa de Rabelais en la que las palabras se congelan «como ciruelas de azúcar» y se quedan ahí, a la espera de que un cañonazo rompa el hielo y se escuche lo que alguien dijo años atrás.

El hielo no ha congelado palabras, pero sí los pasos de todos los que salieron a hollar la nieve. Desde mi ventana he estado observando cómo se ha ido completando ese mapa de las pisadas. Al final del día, el hielo era un catálogo de todos los paseos, excursiones al súper desabastecido, y penosos periplos al trabajo presencial. En el folio en blanco del hielo han quedado fosilizadas las ruedas de los coches que intentaron salir el primer día y dejaron escrita una S de borracho, que el frío ha conservado incluso cuando ya el vehículo logró salir hace dos días. Cada vida humana que ha pasado por la calle ha dejado su muesca, a menudo indiscernible, pero presente: los pasos prudentes que se giran y vuelven por donde han venido; los pies temerosos de un anciano, acompañados del punto y seguido del bastón; las huellas leves del calzado deportivo de una estudiante; las amplias y profundas marcas de las botas de los trabajadores municipales que se paseaban por el barrio con motosierras encendidas, como psicópatas de película de terror, pero haciendo en realidad el indispensable trabajo de podar las ramas de los árboles vencidos por la nieve y el hielo (se ha partido por la mitad la acacia que había frente a mi ventana, y del olivo que hay en Meléndez Valdés con Arcipreste de Hita, y que yo utilizaba para explicarle Andalucía a Martín, no ha quedado más que un mondadientes).

El hielo, en fin, ha dejado escrito todo lo que ha nos ha hecho. Tiene buena memoria, y es más longevo de lo que parece. Aunque puede desaparecer en pocos minutos, también puede durar 20.000 años. En Siberia se han encontrado mamuts cuya carne era todavía comestible, y los exploradores polares del siglo XIX se encontraban las huellas de los trineos de otros exploradores que habían pasado por allí años antes que ellos (McClintock encontró las de Parry treinta y ocho años después). Un ojo mínimamente entrenado puede ver el rastro del hielo de hace 15.000 años por todas partes: en la forma que le ha dado a algunos valles; en las estrías norte-sur que se ven en algunas rocas, y que fueron hechas por otras rocas arrastradas durante la Glaciación; en la colina de Brooklyn sobre la que vive mi sobrina Sara. Incluso, si además de la ciencia fuese verdad la literatura, quedará todo lo que hemos dicho estos días, congelado, como en la sátira de Rabelais. Y cuando el sol termine de derretir el hielo se escucharán, en una cacofonía incomprensible pero no exenta de belleza, las maldiciones de los adultos que han visto arruinada su semana y las exclamaciones de asombro de los niños.