Es el mercado (de las vacunas), amigo

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

Pablo Duer | Efe

02 feb 2021 . Actualizado a las 08:41 h.

V arios corresponsales en la guerra de las vacunas rematan sus crónicas, a modo de compendio, con una consabida muletilla: «Es el mercado, amigo». El tópico, por simplificador, resulta inexacto. El mercado competitivo, donde impera la ley de la oferta y la demanda a la manera de Adam Smith, no tiene culpa de que se retrasen las vacunas. En consecuencia, les propongo, en sustitución de aquella afirmación genérica, dos frases alternativas: «Son los fallos del mercado, amigo», o bien «Es el mercado farmacéutico, amigo». Con ambos principios tal vez podamos explicar los retrasos, pero no que las vacunas lleguen a cuentagotas. Y es que el mercado, extraordinario invento para asignar con eficiencia recursos escasos, nunca se enfrentó a un desafío tan desconocido y de tal magnitud.

Nunca en la historia económica se produjo un desequilibrio tan brutal entre oferta y demanda de un producto. Demanda universal, representada por todos los gobiernos del mundo y 7.700 millones de personas que aspiran a una vacuna. Y oferta inicialmente raquítica -nula hasta diciembre pasado-, representada por el oligopolio farmacéutico. El exceso de demanda produce desabastecimiento. Y la escasez provoca otros fenómenos derivados, de los que ya empezamos a tener un muestrario. Aparición del mercado negro: reventa de vacunas, anunciada en las redes, a 250 y 300 dólares. Racionamiento: prioridad a las personas que más necesitan el fármaco. Compras de pánico: mientras los ciudadanos acaparaban papel higiénico, los gobiernos se lanzaban a contratar y prepagar más vacunas de las que iban a necesitar. Dicen los clásicos que el sabio mercado siempre acaba restaurando el equilibrio entre oferta y demanda. Lo mismo sostenía el filósofo Illa: al final habrá vacunas para todos e incluso sobrarán. El problema es de calendario: los que queden en el camino no celebrarán el reequilibrio.

Pero echemos un vistazo a la oferta. El mismo día en que se estremeció el mundo, la industria farmacéutica vio ante sí el negocio del siglo. Un negocio colosal y sin riesgo, con toda la humanidad como cliente potencial y con todos los gobiernos con su cartera abierta y sin reparar en gastos. Hasta entonces, el oligopolio vivía ostentosamente a la sombra del sistema de patentes: invertían grandes cantidades en investigación y se resarcían, con creces, con el monopolio de su producto durante décadas. Que vendían además, a precio de oro, a los sistemas públicos de salud. Todavía está en el recuerdo el precio que Gilead impuso a su fármaco contra la hepatitis C: 54.600 euros el tratamiento de doce semanas, a 925 euros por píldora. Si aquello era rentable, esto es la panacea: investigación subvencionada, precio a libre albedrío y mercado cautivo. Pero si, a mayores, incumplen sus contratos porque algún país tercero sube el precio en la subasta, concluiremos que el oligopolio está integrado por aves carroñeras. Algún día, cuando conozcamos cuánto pagó cada país por la misma marca, lo sabremos.