¡Qué tristeza, señor Iglesias!

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

Alberto Estévez | Efe

10 feb 2021 . Actualizado a las 09:12 h.

Lo que Pablo Iglesias dijo -«no hay plena normalidad política y democrática en España»-, a algunos nos produce, sobre todo, una gran tristeza. Nuestro país figura en el número 23 de la clasificación mundial por la calidad de su democracia. Tenemos un Estado de derecho con los defectos de toda creación humana, pero homologable a los estados de derecho más respetables. La separación de poderes funciona de forma correcta; al menos funcionaba así hasta la llegada al poder del señor Iglesias y ningún organismo internacional puso la menor objeción hasta los recientes conflictos por la ocupación del Poder Judicial. La libertad de expresión puede ser discutida en algunas leyes que permiten, por ejemplo, encarcelar a algunos artistas, pero es un problema legislativo que el señor Iglesias pudo intentar arreglar en el tiempo que lleva en el Congreso. El derecho de participación protege incluso a quienes intentan romper la unidad del Estado, que en la campaña electoral defienden libremente sus ideas y exponen sus aspiraciones. Solo se encarceló a los políticos que encabezaron una sedición. Uno de ellos escapó de la Justicia, como un forajido sabedor de que había cometido un gravísimo delito. Y llega un político respaldado por 35 diputados -exactamente el 10 % del Congreso- y, abusando de su cargo en el Gobierno, deja esa sentencia injusta y gravemente perjudicial para el país que administra. Dejo a otros analistas la calificación de su sentido de la responsabilidad. A mí, insisto, solo me produce tristeza.

Es la tristeza de quien siente el orgullo de pertenecer a una sociedad que ha sido capaz de vivir casi medio siglo continuado de paz y convivencia por primera vez en su historia; de quien siente que uno de sus gobernantes se alinea con la potencia extranjera que demostró querer desestabilizar la Unión Europea; de quien ve improcedente que se utilice la división en el Gobierno para obtener una dudosa, pero mísera, rentabilidad electoral en una parte del territorio; de quien no puede entender que desde la vicepresidencia del Gobierno del Estado se haga campaña a favor de las tesis de los que quieren romper ese Estado en la ingenua creencia de que así conquistará alguno de sus votos; de quien perdió su capacidad de asombro ante dirigentes políticos cuyo afán es la demolición de lo poco que todavía funciona, sin saber exactamente qué propone para sustituirlo; y de quien oye cada día a ese destacado gobernante todo tipo de improperios contra el sistema y contra sus instituciones, sin escucharle apenas alguna referencia a sus tareas y obligaciones en la Vicepresidencia Segunda.

Cuando todas esas circunstancias coinciden en un momento histórico y en una sola persona que acumula una notable dosis de poder, dan ganas de pedirle al señor Iglesias, por supuesto con el máximo respeto, que haga una mínima reflexión: que piense si su demoledor dictamen sobre nuestra calidad democrática es lo que merece este país.