Inmunoparias de la Tierra

OPINIÓN

Vacuna contra el covid en Avilés
Vacuna contra el covid en Avilés EFE | jl cereijido

09 mar 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Hasta ahora estábamos acostumbrados a reconocer y, en su caso, combatir, una serie de discriminaciones directas e indirectas que, más o menos, nos resultaban familiares y frente a las que estábamos advertidos, por nuestra propia experiencia, por sensibilidad o por los recordatorios de los distintos movimientos ciudadanos. La historia de las tensiones sociales de las últimas décadas es, en buena medida, la de los avances y retrocesos (y también las teorizaciones, deformaciones y disputas) en cada causa, en la lucha para la superación de desigualdades de trato, con evidentes implicaciones en el ordenamiento jurídico, su innovación y su aplicación. Todo ello con un telón de fondo, la desigualdad económica, principal elemento de diferenciación que, sin embargo, pasó a formar parte de un estado de cosas mansamente aceptado, a pesar de ser creciente y, en determinadas sociedades, extrema.

Ahora, con la pandemia, se nos presenta un ensayo general discriminatorio de lo que los distopistas más perspicaces aventuraban para dentro de unas décadas, a lomos del transhumanismo y de la hibridación del conocimiento humano y la inteligencia artificial. Ya no hace falta transportarse hacia ese futuro, vislumbrado a medio plazo, para comprobar cómo las transformaciones que la pandemia (y las respuestas a ésta) ha provocado, nos llevan de la mano, de manera vertiginosa y sin apenas reflexión crítica y contestación social, a la aceptación de nuevas discriminaciones, en todas las esferas de la vida, presentadas además, falazmente, como inevitables.

Mientras nos aferramos a la esperanza que trae el formidable éxito científico que representa la fulgurante obtención de una serie de vacunas frente a la Covid-19, y a su producción y distribución en masa, comienzan a instalarse, de forma casi se diría natural, una serie de consecuencias y asunciones sobre su desigual aplicación y sus repercusiones en el régimen de derechos de las personas, sin suscitar apenas preguntas sobre las implicaciones éticas, políticas y jurídicas. Por ejemplo, sorprende que, guiados por la experiencia israelí, se admita alegremente que las restricciones a la libertad de movimientos y al ejercicio de determinados derechos se puedan vincular, con carácter generalizado, a contar o no con la inmunización (y a poder acreditarla con el «pasaporte verde», nuevo salvoconducto y materialización física o digital de la diferenciación), o a figurar en los registros de vacunación creados a tal fin, en lugar de evaluar la situación general en cada concreto territorio o población, en términos colectivos. Y ello, pese a que el acceso universal a la vacuna no está a día de hoy al alcance de la mano; a que numerosas cohortes de población tendrán que esperar meses, en el mejor de los casos, para tener la posibilidad de vacunarse (los menores de 45 años, de hecho, no figuramos de momento ni siquiera en las previsiones concretas de la Estrategia aprobada por el Consejo Interterritorial de Salud); a que determinados grupos de población o personas pueden encontrarse, ahora y en el futuro, con contraindicaciones médicas que impidan o desaconsejen su vacunación; y al hecho, no precisamente irrelevante, de que no hay, por ahora, vacuna aprobada para los menores de 16 años, colectivo menos vulnerable por lo común a la Covid-19 pero mucho más desprotegido frente a las calamidades sociales y las actitudes irracionales (una de ellas, precisamente, la infantofobia, de la que quedan bastantes vestigios tras su desenfrenado despliegue en la primera ola) que nos ha traído ese flagelo. Todo ello sin asomarse al debate sobre la vacunación obligatoria, que sus defensores traen sobre la mesa incluso desempolvando si hace falta la Ley de Bases de Sanidad Nacional de 1944, que, en efecto la comprende, a decisión de la autoridad sanitaria, «en todas las demás infecciones en que existan medios de vacunación de reconocida eficacia».

El distinto acceso a la vacunación según los países es, a su vez, un elemento de segregación adicional, que, de no remediarse seriamente, no sólo puede favorecer la pervivencia endémica de la Covid-19 (algo quizá ya inevitable), como advirtió desde el inicio la Organización Mundial de la Salud, sino también la creación de un nuevo eje de las relaciones internacionales, basado en las alianzas para la distribución de unas u otras vacunas. El hecho de que, como destaca Amnistía Internacional, los Estados del G-7 y la Unión Europea, hayan comprado la mitad del suministro planetario, a pesar de representar sólo el 13% de la población, y tengan encargadas dosis suficientes para vacunar a sus poblaciones tres veces, mientras que, a finales de febrero, 130 países aún no habían comenzado a poner en práctica ninguna estrategia de vacunación, dice mucho del orden mundial. Esperemos que cobren fuerza las iniciativas en curso para corregir esta inmoralidad, desde el fondo de acceso global Covax a la propuesta de acceso mancomunado a la tecnología contra la Covid-19, pasando por las iniciativas de Sudáfrica, India y Kenia para flexibilizar el régimen regulatorio de los derechos de propiedad intelectual e industrial relacionados con vacunas y tratamientos. De momento, sin embargo, estamos siguiendo la estrategia de los pasajeros de la primera clase del Titanic, tratando de acaparar los botes salvavidas. Y, de paso, manteniendo fronteras cerradas a las personas, sumando mes a mes, por el temor a las variantes del virus (de las que ya hemos perdido la cuenta) nuevas prohibiciones al movimiento internacional de viajeros, superpuestas a las múltiples ya existentes hasta la fecha. Se añade un recurso a mano para controlar o restringir a conveniencia los movimientos migratorios, afianzando la tendencia aislacionista, incluso en sociedades como la nuestra, que languidecen en el invierno demográfico.

Uno se pregunta qué clase de know how discriminatorio germinará en lo venidero de la decisión, aparentemente imparable, de prolongar fuertes restricciones sobre segmentos numerosos de la población, con vocación de continuidad, impidiendo el ejercicio de derechos y separando a unos u otros en función de la inmunización. Una sublimación del apartheid, en nueva modalidad sanitaria, realizado en aras de un supuesto bien común y que esconde una confusión aterradora entre la reactivación del consumo que traigan los vacunados, bien recibidos mientras gasten, con el ejercicio de la libertad a la que decíamos aspirar para todos, también los que carecen de esa protección. La creciente adicción de los poderes estatales al control de la población, que se ha demostrado eficaz y relativamente sencilla con los resortes disponibles, y la costumbre, rápidamente adquirida, en llevarlo a la práctica con la sanción si es necesario, es lo que hace verosímil un periodo próximo de ciudadanos inmunizados que recobren, al fin, cierta libertad, e inmunoparias sospechosos (que podemos ser, sin desearlo, nosotros mismos, o personas cercanas); situación que, probablemente, no será sólo cosa de semanas o meses en las que tener paciencia a que llegue el turno para la inyección, sobre todo si lo analizamos en perspectiva global, o si pensamos en quienes, por uno u otro motivo, no puedan vacunarse. 

A lo largo de esta crisis hemos ido viendo cómo se superaban, en parte por la circunstancia de emergencia pero también por la aversión del poder a la ponderación, límites en el respeto a derechos civiles y políticos que considerábamos hace poco intocables. La reserva sobre la temporalidad y la proporcionalidad de las medidas es justificada porque la experiencia nos enseña que, sin una sociedad alerta ante los recortes de libertades (y predomina el miedo a la enfermedad más que el recelo en la protección de aquellas), lo inicialmente excepcional tiende a quedarse con afán de perpetuidad, o a dejar huella profunda, y cuando nos damos cuenta de ello ya es muchas veces demasiado tarde. En el escenario distinto que ahora se abre, urge un llamamiento a la reflexión, a evitar la consolidación de una brecha insalvable entre las naciones en función de su inmunización y a que, en su seno, la asunción de riesgos (por la movilidad, el incremento del intercambio y la actividad), sin duda necesaria para la propia supervivencia económica y social, se haga con efectos sobre el conjunto de la población y no sobre la base de la «selección». No hace falta recordar, supongo, las viejas resonancias del término.