Solos ante la enfermedad

OPINIÓN

whisky

11 mar 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace unos quince años fui al médico a decirle que no podía más. Recuerdo que fue exactamente eso lo que le dije cuando me preguntó por el motivo de la consulta, que no podía más. No puedo más, doctor. Eso fue lo que dije. 

No sabía ni cómo contarle lo que me ocurría. Aquella frase salió de mi boca con desesperación, sin pensar. Con las manos cruzadas bajo la barbilla, el médico escuchó atentamente lo que le conté. Los litros de alcohol diarios, la imposibilidad de dormir si no era por puro agotamiento y borrachera, los cambios de humor, la sensación persistente de estar hundiéndome en arenas movedizas y de que realmente no importaba demasiado, el abismo diario por el que caminaba sobre un alambre. Estaba roto por dentro, absolutamente roto. Todavía hoy no sé muy bien si acudí al médico buscando una solución o simplemente es que ya no era capaz de ver nada ni de pensar y necesitaba que otro lo hiciera por mí.

Me ofreció la posibilidad de acudir a un especialista de la sanidad pública en una fecha indeterminada, más de tres meses después en cualquier caso, para tener alguna microscópica sesión a todas luces insuficiente, y para dejar la bebida que estaba haciéndome perder la cabeza tanteó mi disposición a acudir a algún centro de Alcohólicos Anónimos o cualquier otro religioso de mi distrito donde ofrecieran ayuda para la desintoxicación, ayuda que pasaba por arrojar buena parte de mis principios por el retrete. Sentí como si acabara de entrar en un túnel oscuro e interminable, un vacío lleno de incertidumbre. También me insinuó que podría acudir a una consulta privada, pero yo no tenía dinero para eso. El médico me miró con gesto de resignación, y le comprendí: no podía hacer mucho más que eso. Y yo sabía que si tenía que esperar meses para ver a un especialista más pronto que tarde abandonaría la idea de dejar de beber alcohol. Quedamos en que iría a verle cada quince días. Pero ese día, al salir del centro de salud, me puse a llorar. Caminé hacia mi casa muy despacio. ¿Era eso lo que me ofrecía la sanidad pública de mi país? Supe que estaba solo en esto y se me vino el mundo encima.

Ya había tomado la determinación de dejar la bebida, pero era consciente de que mi decisión no tenía demasiada firmeza. El alcohol estaba ahí, el especialista en salud mental no. Podía bajar al chino del barrio y comprar dos docenas de botes de cerveza o lo que fuera en cualquier momento del día, pero no podía ver a un especialista para que me ayudara a superar algo que estaba consiguiendo que perdiera la cabeza del todo. Hoy todavía no me lo creo, pero lo logré. Dejé el alcohol. Fue uno de los momentos más delicados y dolorosos de mi vida. Adquirí las costumbres de un monje, me daba miedo bajar a la calle y encontrarme con tiendas y bares abiertos. Me limitaba a quedarme en casa, sentado en mi dormitorio, con la radio puesta de fondo. Era una vida en precario equilibrio. Lo pasé mal, me atrevería a decir que peor que si hubiera seguido bebiendo, aunque todo esto terminó siendo satisfactorio y los años de sobriedad que llevo a las espaldas han sido, finalmente, los mejores años de mi vida. Pero siempre tengo una pregunta en la cabeza. ¿Qué habría pasado conmigo si no hubiera sido capaz de abandonar aquel hábito y tratar de seguir adelante? 

No puedo evitar sentir rencor hacia mi país en ese sentido. Con la llegada de la pandemia, hace meses que empecé a pensar que los estragos a nivel de salud mental iban a ser aterradores. La respuesta de muchos españoles es que peor es morir por el virus, como si no existiera ninguna otra cosa que pudiera matarte en este mundo con la aparición de esa condena. La salud mental siempre ha sido un tabú en España. Sufrir un trastorno mental es algo de lo que no se habla, algo de lo que avergonzarse. Una adicción ya ni les cuento, eso es algo que te has buscado tú solito, es una enfermedad moral, y no estamos para ayudar a quien ha caído en algo así por voluntad propia. La realidad es más compleja que eso, claro, pero da igual, el pensamiento de quien no la padece en ningún grado suele ser exactamente ese.

Me gustaría decir con orgullo que el sistema público de salud de mi país me sacó del abismo en el que estaba metido, pero es que no fue así. De hecho, no recibí prácticamente ninguna ayuda, salvo el médico de cabecera que simplemente se limitaba a escucharme un poco. Me comí todo aquello yo solo, y lo hice porque no vi otro remedio. Era eso o seguir cayendo hasta el final. Tampoco tenía muchas más opciones.

Todo esto me ha venido a la mente al leer el reportaje de la Fundación Civio Pagar o esperar: cómo Europa -y España- tratan la depresión y la ansiedad, un reportaje cargado de datos demoledores que evidencian que si no tienes dinero es muy probable que no puedas tratarte un problema de este tipo y en el que queda muy claro que la asistencia sanitaria en España en ese aspecto es muy deficiente. Lean el reportaje, háganse un favor. Y escuchen a los suyos.